Sostiene el siloísmo la existencia de un núcleo de ensueño, una zona oscura de vacío en nuestro centro, a la que, sin embargo, podemos dar un nombre. Rabia. Resentimiento. Vergüenza. Desprotección.
El mío se llama soledad. Se llama soledad, y por eso escogí ese nombre en mi primer blog, Del no saber, en un tiempo en que aún no me atrevía a dar la cara.
Los núcleos se desgastan. Se desgastan y cambian, y son sustituidos por otros de textura y de nombre diferente. El último, acabada nuestra tarea, sería, según la doctrina en la que me formé, el deseo de muerte. Un deseo sin dolor y sin miedo, cuando ya no nos queda nada por hacer.
Yo estoy lejos de ese momento.
Mi núcleo me acompaña desde hace años, décadas, y, como todos los núcleos, genera ensueños compensatorios, en este caso de una plenitud en el otro.
Ensueños que nunca pueden ser satisfechos, porque piden un imposible, pero que, sin embargo, orientan nuestra búsqueda, nos impulsan al mundo y a los actos, nos hacen cambiar, y crecer, y transformarnos.
No es tan mal sujeto, decía el Negro Silo, ese núcleo de ensueños que tanto nos amarga. Sin él seríamos gente fija, sin camino, sin dirección.
Pero a veces, como hoy, sentada junto al fuego, en una fría tarde de abril, me pregunto cómo sería dejarme caer en el centro de mi núcleo, aceptar la soledad que me acompaña, volverme soledad enteramente, dejar de buscar, de pedir a la vida lo que ella no tiene, asentarme en mí misma, crear desde un centro plantado en lo que es.