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lunes, 16 de agosto de 2010

Luz entre dos oscuridades

"Vi todo el planeta, el grano de arena, con sus atareados enjambres, como un circo donde los antagonistas cósmicos, dos espíritus, estaban preparándose ya para una lucha crítica, asumiendo disfraces terrestres y locales, enfrentándose en nuestras mentes despiertas a medias. En una ciudad tras otra, en un pueblo tras otro, y en innumerables granjas solitarias, quintas, cabañas, chozas, en todos los agujeros donde las criaturas humanas se preocupaban por sus comodidades, escapatorias y triunfos pequeños, fermentaba la gran lucha de nuestra época.
Una voluntad se alzaba como un desafío en nombre de un mundo nuevo, anhelado, razonable y gozoso, donde todo hombre y toda mujer tendrían la posibilidad de vivir plenamente, y de vivir al servicio de la humanidad. La otra parecía ser esencialmente el miedo a lo desconocido. ¿O era algo más misterioso? ¿Podría ser una voluntad de dominio que fomentaba para sus propios fines la pasión de la tribu, arcaica, vengadora y enemiga de la razón?
¿Cómo enfrentar una época semejante? ¿Cómo alimentar el coraje cuando sólo se es capaz de virtudes domésticas? ¿Cómo preservar a la vez la integridad de la mente, y no permitir nunca que la lucha destruya en el propio corazón lo que se quiere realizar en el mundo, la integridad del espíritu?
Dos luces como guías. La primera, nuestro átomo resplandeciente de comunidad, con todo lo que esto significa. La segunda, la luz fría de las estrellas, símbolo de la realidad hipercósmica, con su éxtasis cristalino. Curiosamente, en esta luz, en la que el amor más alto es tasado fríamente, y en la que aún la posible derrota de nuestro mundo despierto a medias es contemplada sin remisión de alabanza, la crisis humana alcanza mayor significado. Es raro que parezca más urgente, y no menos, participar en esta lucha, este breve esfuerzo de criaturas microscópicas que tratan de ganar para su raza algún acrecentamiento de lucidez, antes de la oscuridad última."

(Olaf Stapledon: "Hacedor de Estrellas")


Olaf Stapledon escribía estas palabras finales de su "Hacedor de Estrellas" en 1937. Socialista convencido, se encontraba, como tantos otros hombres y mujeres de su tiempo, intensamente preocupado por el ascenso de los fascismos, que amenazaban con arrasar toda comunidad, toda racionalidad, toda lucidez trabajosamente ganadas a las tinieblas del origen. Humanista y anhelador de un misticismo en el que nunca pudo, sin embargo, descansar, no le parecía carente de sentido la lucha por acrecentar la comunidad y la lucidez humanas, antes de lo que él consideraba la inevitable zozobra en la "oscuridad última".
Sus palabras, sin embargo, podrían haber sido escritas hoy, porque lo que él llamaba "la gran lucha" de su época es, en realidad, la gran lucha de cualquier época, y también la de la nuestra.
Y es que entonces, y ahora, y siempre, esos dos espíritus, el que aspira a un mundo pleno, razonable y gozoso para hombres y mujeres, y el que utiliza, en nombre del dominio, el arcaísmo de la "pasión de la tribu", siguen contendiendo, en el circo de la realidad externa y en el de nuestros corazones.
Como entonces, también hoy asistimos al ascenso de una barbarie que amenaza con arrasar (muchas veces en nombre de Dios, otras tantas en nombre del mercado, y bastantes en nombre de ambos) las delicadas conquistas de milenios de amor, de fe y de trabajo de generaciones enteras. Las aspiraciones de libertad, igualdad y fraternidad, los derechos humanos, la igualdad de derechos entre los sexos, la libertad de creencia, de opinión, de expresión, la dignidad humana, y la tímida y reciente extensión de estos ideales a nuestro hermanos animales y la Madre Tierra.
¿Cómo haremos, entonces, para salvaguardar y acrecentar para nuestros hijos e hijas este patrimonio, este legado que nos ha sido transmitido por los que estuvieron antes?
Y es que esta especie, esta especie tan animal como todas las demás, tan casual como todas las demás, tan efímera, tan producto de una evolución ciega, esta especie habitante de un minúsculo planeta en el arrabal de una pequeña galaxia, se ha atrevido a levantarse, mirar su mundo, especular sobre su origen y destino, reflexionar, aspirar a la justicia, amar, creer, construir, generar belleza y dedicar el breve espacio de cada vida, y el breve espacio de la vida colectiva, a algo más que la pura supervivencia.
Que tanto y tan gozoso atrevimiento sea sólo un efímero y amoroso destello entre dos oscuridades no le quita ni un ápice de dignidad y sentido. A fin de cuentas, como la rosa de Silesius, somos sin por qué, y florecemos porque florecemos. Y nuestro florecer enriquece al Universo.
¿Cómo afrontar, entonces, nuestra época, carente también de garantías de que vaya a sobrevivir nuestro mundo?
Esta misma pregunta se le hacía a un Jung ya anciano y sabio, y creo que su respuesta tiene también sentido para nosotros. Desde su perspectiva, la civilización podría seguir su marcha si un número suficiente de hombres y mujeres realizaban en sí mismos el trabajo de individuación, de integración de su totalidad, ese trabajo que pasa por la aceptación de nuestra oscuridad (la sombra), por la integración de lo que nos es otro y ajeno (el ánimus/ánima) y por el servicio al Self que es la propia totalidad, la de uno y la de todos (y la de todo).
Porque la sombra de la barbarie que amenaza nuestro mundo vive, en primer lugar, en nuestra mente y nuestros corazones, y porque la otredad a la que tememos es aquélla que nos complementa, y porque la totalidad a la que debemos servir es nosotros y siempre nosotros.
Cada vez que vemos un noticiario, cada vez que oímos un relato terrible o vemos una imagen de injusticia y sufrimiento, tenemos varias opciones. Una, el odio que añade enfrentamiento a los bandos. Otra, la indiferencia que nos aisla. Una tercera, la crítica al opresor "externo". Creo que existe una postura más compleja, que tiene que ver con la aceptación de la barbarie del mundo como nuestra, del dolor del mundo como nuestro, del amor al mundo como vía de sanación individual y social.
Hoy leía en un blog amigo, "El silencio de las caracolas", una frase de Machik Labdrön que me resonaba profundamente: "En otras tradiciones los demonios se expulsan al exterior. En la mía se aceptan con compasión".
Y en esa aceptación, unida a un compromiso de construcción adentro y afuera, podremos (quizás) ser e irradiar esa lucidez de la que hablaba Stapledon, ese creciente nivel de consciencia, ese amor sin por qué que ha florecido en nuestra especie. Y dignificar al cosmos con una cálida, hermosa luz entre dos oscuridades.