Se ha ido a Estonia, mi hijo. De Erasmus.
Ha llegado alli esta mañana, y, pese a ser un avezado viajero, debe estar aún un poco mareado (mamá, aquí, todo el mundo menos yo habla un inglés de puta madre) y necesitar comunicación, porque ha llamado ya por teléfono dos veces, cosa en él absolutamente insólita.
Y aún más insólito: Me dice que sólo tiene clase tres días en semana, y que esos días son... viernes, sábado y domingo. Como el inglés le da, al menos, para eso, supongo que es raro, pero cierto. Como que la Universidad está en medio de un bosque, donde los ciudadanos van a coger setas.
Y como que las mínimas en invierno alcanzan los 35 grados bajo cero, que es una temperatura que no puedo imaginar por mucho que me ponga. De hecho, no le he comprado ropa para el frío, porque dudo que aquí fabriquen lo que va a necesitar allí en diciembre. Mejor que se la compre in situ, asesorado por los lugareños.
Va a estar en Tallinn unos cinco meses.
Lo echo de menos. Y lo envidio. Y, si puedo, iré a verlo.
Y a ver cómo es eso de los menos 35 grados.