Con frecuencia creciente, adviene la calma.
La comprensión.
Es como si hubiera caído una capa, no de "defectos" (que ahí siguen todos), sino de ambiciones.
O ni siquiera de ambiciones, sino de... juicios. Sobre mí misma, los demás y el mundo.
Y aparece un paisaje nuevo.
La visión de nuevos acúmulos de condicionamientos, de miedos, de nieblas más hondas, anteriormente cubiertos por esa primera costra de autoconocimiento superficial.
Qué profundamente condicionados estamos.
Qué creencia tan arraigada en nuestra indignidad.
Qué hambre de sufrimiento, de desgracias, de pruebas y más pruebas... ante nosotros mismos.
Qué necesidad de "crecer", de "madurar", de "ser mejores" para alcanzar... ¿qué?
Una concepción infantil de Dios y de la vida.
La confusión de los padres de la infancia y su modelado con lo que se supone que debemos ser.
La necesidad de aprobación, de aceptación, por parte de un Dios severo y mítico, de un superyo exigente y nunca saciado.
El atletismo. El atletismo de la mejora, tanto en la vida cotidiana como en la espiritual, como si la perfección fuera alcanzable por esfuerzo. Como si las dos vidas no fueran una sola.
Poco a poco se instala la certeza de que el tiempo del esfuerzo ha pasado. De que su oprtunidad, su ser oportuno, se terminó.
De que ha llegado el momento de no-hacer, de dejar y dejarse ser, de confiar.
Confiar.
Dejar de estar a la defensiva. No como tarea, sino porque no hay nada que defender y nada de lo que defenderse. En ninguna parte. Ni dentro ni fuera.
Porque las cosas (también las comprensiones, e incluso los cambios) van sucediendo en el paisaje del alma por su propia dinámica.
Porque las cosas (también las comprensiones, e incluso los cambios) son, como yo misma.
Porque el don de la calma es.