Me había matriculado en un taller vivencial de terapia regresiva.
Lo había hecho porque mi experiencia con una lectura de vidas pasadas, de la cual he hablado en este blog, me había dado materia suficiente como para cogerle respeto al tema, y como para necesitar profundizar en él.
También, porque el hombre que dirigía el taller, un médico de urgencias de la sanidad pública murciana cuya visión convencional del mundo se había hecho añicos a raíz de su encuentro con la regresión, exhalaba integridad por todos los poros.
Así que fui.
No voy a contar en detalle lo que me ocurrió. No voy a intentar transmitir la intensidad de dos días encerrada con ocho participantes, dos observadores, un terapeuta y un ayudante, dos días en los que el tiempo se alteró y donde asistí fascinada a lo que iba sucediendo, uno tras otro, a los seis que me precedieron en la experiencia de la regresión, para finalmente tenderme y... Me resulta difícil, aún ahora, y ante mí misma, dar crédito a la irrupción de un material -¿desde dónde?- en el cual una yo que no era la yo que creo ser (y que observaba, boquiabierta, desde un rincón del psiquismo), vivía, sufría y moría una vida que no es esta que conozco.
¿Reencarnación, encuentro con el inconsciente colectivo, construcción psíquica de una historia simbólica?
Lo ignoro. Pero me ocurrió, y le ocurrió a mis compañeros, y algo pasó en mí y en ellos.
Algo que sigue operando. Una carga de profundidad.
De lo que no me cabe duda es de la enorme potencia terapéutica del procedimiento.
Así que me he inscrito en la formación de terapeutas en Terapia Regresiva.
Es, puede ser, usada con pulcritud y prudencia, una herramienta formidable de autoconocimiento y sanación.
Quiero poder utilizarla, en beneficio propio, de los que amo y de quienes necesiten asomarse honestamente a su interior con una profundidad nueva.