Perdida en un paisaje tallado a escala de titanes, me ocurre pensar que esa grandeza de cielo y roca y bosques que se pierden de vista no es, en realidad, tan diferente al mundo de sangre, carme, tendones, huesos de mi cuerpo.
O al cosmos cerrado de un sola célula de mi corazón, caliente y roja como un Marte que late.
E, invirtiendo la dirección de la mirada, que todo cuanto abarco con mis ojos no es más que una mota perdida en el planeta, éste a su vez un diminuto gránulo de vida en un universo que puede ser una sola molécula del inimaginable ser de Dios.
Que esa mirada, que construye un mundo a mi medida, es tan ingenuamente egocéntrica como la conciencia que se siente centro de lo humano.
La ingenuidad de un ser maravillado que engaña su no saber ordenando lo desconocido según su tamaño.