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lunes, 10 de septiembre de 2012

¿Quién le teme al lobo feroz?

Ignoro por qué, al editar este texto, en vez de volver a su sitio original, se ha publicado aquí, como si fuera nuevo. Misterios de Blogger. Como no sé devolverlo a su lugar, aquí lo dejo. Qué le vamos a hacer.

Dice Michael Singer en "Alma en Libertad" que el precio de la libertad es perderle el miedo al dolor. Permanecer abiertos a él, siempre que se presente, y permitir que nos atraviese y siga su camino.
Tiene razón, opino. Como la tiene Byron Katie cuando afirma que su oración, de tener alguna, sería la petición de ser liberada de cualquier necesidad de amor o aprobación.
Pero hoy quiero reflexionar sobre otro asunto con el que ando, estos días, comiéndome la cabeza y entreteniendo mis ocios. Y es el miedo a ser quienes somos. O, para ser más específica, el miedo a ser quien soy. O, para un ajuste aún más fino, el miedo a ser quien voy siendo segundo a segundo. Y es que debo ser señora mudable, porque las formas de ser, de opinar, de sentir y de pensar, no me duran ni cinco minutos escasos.
Ya sé, ya sé que quien, en realidad soy, es el espacio donde todo esto sucede, o quien se da cuenta del espacio y de lo que en él sucede. Pero si, como decía no recuerdo quién, el amigo Dios es aficionado a las historias (si no, ¿para qué demonios iba a molestarse en este lío monumental de la creación?) yo también puedo serlo, y la verdad es que esto de la introspección y la autoobservación me distrae muchísimo.
Miedo, decía, a ser quien soy a cada rato. A pensar lo que pienso. A desear lo que deseo. A no desear lo que no deseo. A amar lo que amo. A odiar lo que odio. A opinar lo que opino. A contradecirme lo que me contradigo. A cambiar de todo ello lo que cambio. A ser tan incorrecta política, moral, económica, social y vitalmente. Y a que cada vez me importe menos todo ello.
Quiero decir, que si puedo permitirme sentir el dolor cuando aparece (no es más que una sensación, a fin de cuentas), puedo también permitirme observar y encarnar cualquier otra cosa que me ocurra (o me "sea"),trátese de pensamiento, sentimiento, sensación... (lo de la acción debe ser ya para matrícula de honor, y lo vamos a dejar para otro día), o lo que se le cante a la Fuente, con mayúscula, o a mi modesta fuentecilla.
Observar y encarnar sin juicio y sin miedo. Decía el Evangelio aquello de "no juzguéis y no seréis juzgados". A mí se me ocurre: "No te juzgues y a lo mejor no necesitas juzgar a los demás". Porque ¿para qué va uno a juzgarse? ¿Para qué va a reprimir o a negar o a esconder ante el propio ojo interno el trivial conocimiento de que uno no es precisamente un angelito (que también)? ¿Que uno es como todo el mundo? ¿Que uno, en definitiva, es (más o menos) el mundo?. Total, para lo que me va a servir juzgarme... O intentar cambiarme por el simple y escueto motivo de que no me guste casi nada de lo que vislumbro. Porque, vamos a ver, damas y caballeros, además del contrastado hecho de que yo no tengo la culpa de pensar, sentir, amar, odiar, etc., lo que pienso, siento, amo, odio, etc., ¿de dónde me he sacado la peregrina idea de que debería pensar, sentir, amar, odiar, etc., otra cosa diferente? ¿O de que algo, dentro o fuera, sería mejor o peor si yo pensara, sintiera, amara odiara, etc., de manera distinta a como me acaece? Y en el supuesto caso de que me fuera dado el improbable don de cambiar algo de lo anteexpuesto, ¿Qué sé yo de lo que es mejor o peor, más o menos deseable, oportuno o, sencillamente, importante? ¿No sería más prudente (o tal vez inevitable) empezar, como ya a veces me sucede, a dejarme en paz de una santa vez y permitir a mi espacio interno que aloje a los pensamientos, sentimientos y demás entes inconsútiles que se vayan presentando, sin discriminación alguna, en franca política migratoria de fronteras abiertas? Total, para lo que van a durar...
Y es que, como escribía nuestro inmortal Becquer "¿A mí me lo decís? / Lo sé. Es mudable..." Pero mudable del todo del todo. Una, o al menos la capa orbital de una, es lo menos permanente que ha parido madre. Pasmo me entra cuando veo hasta qué punto, a medida que pasa el tiempo, todo lo que daba por hecho y tallado en granito, dentro y fuera de mí (si es que esta diferencia tiene algún sentido) resulta ser nubecilla al viento, mantequilla al calor, ola en rompiente...
Así que he decidido hacer con todo habitante de mi psique lo que Michael Singer aconseja para el dolor: Perderle (en lo que vaya pudiendo) el miedo. Permitirle que sea, que me habite, que me constituya, que me atraviese, que se quede lo que guste y que se marche o se deshaga cuando toque.
Y, si alguien se deja engañar por el tono ligero de estas reflexiones, que lo haga bajo su responsabilidad. Porque duele. Duele como siempre. Duele el mundo y duele el propio dolor, y el dolor de los demás, y el hecho de que las cosas sean (o vayan siendo) como son. Y hay terror, y gozo, y descubrimiento, y pasmo maravillado. Y hay pura y absoluta incertidumbre. Y, sobre todo, por encima de todo, hay no poder, y desear no poder, hacer otra cosa. Y vale por hoy.