Después de cada naufragio, grande o pequeño, y si ha habido suerte, una arriba a la nueva playa desnuda como un pez, y sin la más remota idea de dónde está ni de lo que viene ahora.
Ni de si los habitantes del lugar -caso de haberlos- serán amistosos aborígenes, cínicos urbanitas, antropófagos empedernidos o -como suele suceder- una variada mezcla de todo ello.
Menos mal que la curiosidad tiende a salir indemne.
Y las ganas de vivir lo que siga tocando.
Entre otras cosas.