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miércoles, 4 de abril de 2012

La ciudad alegre y confiada

Vivimos, ciertamente, un tiempo de sufrimiento.
Un tiempo en el que todo lo que dimos por supuesto se derrumba.
Éramos los habitantes de la ciudad algre y confiada, los felices moradores de un Occidente-jardín-de-infancia, inmersos en una ingenua inconsciencia desde la que podíamos jugar, incluso, a la solidadridad y la "comprensión" de la necesidad de los excluídos, en medio de nuestras tardes de café y tertulia, nuestro cochecito a letras, las clases de piano de nuestros hijos y las orgías de compras en rebajas.
Se acabó.
Llegó la hora de volver a clase, y los chiquitines que jugaban en el patio, puestos en fila y mandados callar, se preguntan, porque carecen del sentido del "tempo" que caracteriza a la vida de los mayores, quién es ese maestro severo que interrumpe la despreocupada algarabía del recreo para llevarlos a un lugar de seriedad al que de ninguna manera quieren ir.
Viene un tiempo de seriedad. Un tiempo de conocer quiénes somos, es decir, casi nadie, nuestra real importancia, es decir, casi ninguna, y la ridiculez de pretender ser el centro de nada.
Viene el tiempo de reconocer que nuestra querida, mimada, consentida vida personal es como la de todo el mundo, tiene el valor de la de todo el mundo y acabará cualquier día, de un cáncer de riñón o de un infarto de miocardio, y todo seguirá su marcha poco más o menos como antes.
Viene un tiempo de quitarnos de en medio, de dirigir nuestra mirada, nuestra mente y nuestro corazón a un mundo que se remodela delante de nuestros ojos, en medio de gigantescas convulsiones y de cataclismos de una magnitud que difícilmente podemos abarcar, de mirar y mirar no tanto para condenar, para clamar, para quejarnos, como para iniciar la tarea de aceptación y comprensión. La tarea de la conciencia, la eterna tarea de hacer conciencia, vida tras vida, generación tras generación, era tras era de un universo del que no somos el ombligo.
Y surge, inevitable, la nostalgia.
Yo puedo verlo en mis poemas, donde, entre intuiciones de un algo más austero, asoma un deseo infantil, una tímida alusión a lo bien que estaría tener una casita en la pradera y vivir feliz para siempre ordeñando a mis cabritas.
Pero la realidad se encarga, en un zarpazo, de mandar esas visiones edénicas a donde corresponde. No hay tiempo, no es tiempo de Arcadias de ninguna clase.
Es tiempo de crecer, de ponernos, en la medida de nuestra capacidad, a la altura de lo que está ocurriendo, y de dejarnos dar forma por los prolegómenos de un nuevo mundo que va asomando el rostro. Un rostro que no tiene por qué gustarnos. Una nueva encarnación del espíritu en nuestra carne y en la carne de la materia.
Un mundo que se está volviendo adulto.