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jueves, 26 de abril de 2012

"Yo te defenderé con la pluma"

GENESIS, ESTRUCTURA Y CRISIS DE LA MODERNIDAD

Carlos Valverde, BAC, Madrid, 1996, Introducción pp. XII-XIV

La división clásica de la historia del mundo occidental: Antigua, Media, Moderna y Contemporánea, es puramente cronológica. No hace sino designar etapas temporales con un fundamento real: los cambios más intensos que se han verificado, en determinadas épocas, en las situaciones humanas. La historia es cambio y evolución continua y, considerada con larga perspectiva y atendida su resultante final, camina siempre aunque muy despacio hacia adelante y hacia arriba, hacia más verdad y hacia más bien. Teilhard de Chardin nos lo ha desvelado con sorprendente clarividencia. En ese tortuoso desarrollo hay momentos y situaciones que significan una variante notable o más vigorosa que da fundamento a los historiadores para establecer una división de la historia o para advertir que algo distinto y nuevo se inicia.

En este libro queremos estudiar eso que generalmente se llama Modernidad. Soy consciente de que no se puede identificar el término Modernidad con el de Edad Moderna. Este último es más amplio que el primero. Abarca todo cuanto ha sucedido desde el final de la Edad Media hasta la Revolución francesa en las múltiples dimensiones de la vida humana: social, bélica, económica, política, cultural, artística, religiosa, etc. En cambio, el vocablo Modernidad tiene una connotación específicamente ideológica y filosófica: significa una actitud mental que en la Edad Moderna llegó a ser dominante y que se ha prolongado hasta nuestro siglo xx, en el cual aún dura y perdura por más que se hable ya del fin de la Modernidad y de la era de la Posmodernidad.  Esa actitud mental, la Modernidad, ha conformado casi todo cuanto ha sucedido en el desarrollo de los pueblos que llamamos occidentales a lo largo de los últimos siglos.
Los historiadores señalan diversas fechas, todas ellas convencionales y cualquiera de ellas válida, para considerar el comienzo de la Edad Moderna. Para unos sería el año 1450 en que Gutenberg, un artesano de Maguncia, abre un taller en el que se imprimen libros con caracteres metálicos: la imprenta. Para otros sería la conquista de Constantinopla por los turcos en 1453. Algunos dan como fecha clave del nuevo rumbo de la historia el año 1492 en que las naves de Castillla, capitaneadas por Cristóbal Colón, arriban a las playas de América. No faltan quienes lo retrasan más y piensan que el año decisivo habría sido 1517 en el que un turbulento monje alemán, Martín Lutero, se declara en rebeldía y en reto frente a Roma. Cualquiera de ellas es válida. Efectivamente, la invención de la imprenta cambió el rumbo de las sociedades europeas porque hizo posible la multicopia de los libros y con eso llegaron a muchas manos y las ideas, a muchas mentes. La caída de Constantinopla en manos de los turcos fue el final del Imperio bizantino, y les dio la cabeza de puente que necesitaban para lanzarse sobre Europa y Europa vivió en adelante en vigilia tensa y atemorizada por el fantasma turco. El descubrimiento de América proporcionó a los europeos infinitas posibilidades económicas, comerciales, militares, aventureras, evangelizadoras, hasta entonces insospechadas. La airada protesta de Lutero rasgó la unidad religiosa de Europa e influyó decisivamente en la evolución cultural del pensamiento occidental. Es, pues, legítimo escoger cualquiera de estas fechas para designarla como línea fronteriza convencional entre la época medieval y la moderna.
Sin embargo, cuando se quiere hablar no de la histórica Edad Moderna, sino de la Modernidad, es preciso retrotraer ese umbral a tiempos bastante anteriores. Porque generalmente se entiende por Modernidad -al menos así lo vamos a entender nosotros en este libro- el proceso de secularización o laicización, es decir, la ruptura y el progresivo distanciamiento entre lo divino y lo humano, entre la revelación y la razón, o, si se prefiere, la lenta y sucesiva sustitución de los principios y valores cristianos, que habían dado unidad y sentido a los pueblos europeos durante al menos diez siglos, por los valores pretendidos de la razón pura.
Ahora bien, este proceso y la pugna consiguiente se inician ya en el siglo XIV. De manera puramente simbólica y, si se quiere, caprichosa, he escrito alguna vez que la Modernidad  nació al amanecer del 28 de mayo de 1328. Comenzaba a clarear el alba aquel día sobre las altas y doradas murallas de Avignon. Mezclados con los campesinos, salían por una de sus puertas cinco frailes franciscanos, bien caladas las capuchas pardas para no ser reconocidos sus rostros. Eran Miguel de Cesena, general de la Orden, Bonagrazia de Bérgamo, Francesco de Ascoli, Enrique Talheim y Guillermo de Ockham. Huían de la autoridad del papa Juan XXII. Los cuatro primeros habían sido llamados a Avignon porque su interpretación radical de la pobreza evangélica excedía los límites de lo razonable y contradecía al Evangelio. Guillermo de Ockham, docente en Oxford, había sido requerido también por el Pontífice para que explicase ciertas proposiciones teológicas suyas que ofendían a los piadosos oídos. La pugna entre los franciscanos italianos, por un lado, y el Papa y la Curia francesa, por otro, fue larga y espinosa. La solución del conflicto de los franciscanos «espirituales» no llegaba, al menos a gusto de ellos, y la de Ockham tampoco. Decidieron todos escaparse y buscar refugio y protección en el Emperador Luis de Baviera, enemigo del Papa y entonces excomulgado. Encontraron al Emperador en Pisa y cuenta la leyenda que Guillermo se postró a sus pies y le saludó con esta súplica y promesa a la vez: Imperator, tu me defendas gladio, ego te defendam calamo, «Emperador, defiéndeme con la espada y yo te defenderé con la pluma». La frase puede ser legendaria. La realidad no: en la corte de Luis de Baviera, instalada después en Munich, se inicia el proceso de secularización, es decir, la Modernidad
Este hecho histórico puede tomarse, si al lector le place, como punto de partida, al menos simbólico, de una época cultural distinta que nace, de forma casi imperceptible como casi todos los grandes acontecimientos históricos, pero que irá creciendo y dilatándose hasta llenar la tierra. La Modernidad se caracterizará por ser una larga marcha hacia la total autonomía de lo secular. El proceso es una inmensa epopeya que duró seis siglos. Puede darse por concluido, en algún sentido, en el año 1841, cuando Feuerbach cierra su libro L,a esencia del Cristianismo con la sentencia Homo homini deus, el hombre no tiene más dios que el hombre. Era la expresión más completa del espíritu secular y del inmanentismo. Dios se ha hecho innecesario. Los hombres no le necesitan ya. Ellos solos pueden construir su ciudad. Para ello les hasta la razón. La razón puede colocarse en el sitio de Dios. Por su parte, Nietzsche después pronunciará la definitiva sentencia mortuoria: «Dios ha muerto. Nosotros le hemos matado».