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martes, 25 de octubre de 2011

Miedo.

Una lee las noticias sobre Grecia y se asusta.
Se asusta de hasta qué punto se puede machacar, expoliar a un pueblo, para pagar una deuda de la que ese pueblo no es responsable.
Se asusta de hasta qué punto aquéllos a quienes nada les falta, los políticos pertenecientes a la casta de los privilegiados de este mundo, pueden, sin que les tiemble la mano, condenar al paro, la miseria y la exclusión a millones de personas a quienes tienen la obligación de servir, y a quienes dicen representar, en nombre de un supuesto compromiso con los banqueros y especuladores que son los responsables reales de esta crisis. Cuando, sin que les tiemble la mano, reducen sueldos y pensiones a la mitad, duplican de un plumazo impuestos y precios, suprimen servicios, despiden sin tasa y desangran a su país para contentar a usureros y mercachifles.
Se asusta de una Europa, hasta hace poco el modelo de democracia y justicia para el mundo, que bendice el expolio de ese pueblo simplemente porque sus bancos (sobre todo los bancos alemanes y franceses) han comprado en el pasado mucha deuda griega, y ahora se temen que su inversión acabe por no dar dividendos.
Y, ya hablando de España, una se asusta de que se haya aprobado, con nuestro silencio, una reforma constitucional que nos impone el pago de la deuda antes que el gasto en sanidad, educación, pensiones o servicios sociales.
Se asusta cuando un compañero de trabajo, comentando sobre los más que previsibles (nuevos) recortes en un sueldo ya recortado, comenta que, de todas formas, prefiere eso a una revolución a la que parece no ver lejana, o para la que cada vez más gente piensa que hay motivos.
Y se sigue asustando cuando se entera de que la sanidad de su comunidad ha comenzado a estudiar la implemententación de una simple y llana política de despidos.
Y se asusta aún más cuando se encuentra a una antigua amiga, con una anciana madre y un hijo menor a su cargo, que le explica que, para comer, está recibiendo ayuda de Cáritas, porque se ha quedado sin trabajo y en su casa entran cuatrocientos euros mensuales ("La primera vez que fui -me decía- me eché a llorar. No podía creer que yo estuviera allí. Pero no basta. No nos estamos alimentando bien. Te dan conservas, arroz, pasta... pero no fruta, verdura, cosas frescas...").
Una se asusta de la deseperación que encuentra en alguna gente de la que acude a la consulta. Se asusta de encontrar hambre en su país.
Se asusta de la falta de autoridad, de fibra moral de una clase política que impone compromisos que no está dispuesta a asumir, y sacrificios con los que han de cargar otros.
Una se asusta. Se asusta de este mundo que hemos construído entre todos. De este mundo que estamos dejando, como una herencia envenenada, a nuestros hijos.
De que esa revolución que se ve cada vez menos lejana e imposible, degenere en una simple revuelta sin metas claras, porque carece de una ideología que la sustente, más allá de la deseperación, la indignación y el miedo.
Del miedo. Una se asusta del miedo de la gente.
Del propio miedo.
De la fragilidad de lo que ha costado siglos construir, y de la irresponsabilidad con la que lo estamos destruyendo.
Mire para adentro o para afuera, una se asusta.
Con motivos.