No
me importa
demasiado
la
tristeza.
Realmente,
puedo vivir
con ella.
Puedo vivir
con
el corazón
roto,
si es
preciso,
y con el dolor
y
la herida
-las heridas-
que me han tocado
en suerte
-como a todos-.
Poco a poco
me voy
acostumbrando
a algo
bastante nuevo:
la falta
de
esperanza.
La carencia de planes.
El desconocimiento
(no
saber,
en
poético
lenguaje).
He aprendido
a soportar
la pérdida
creciente
de juventud,
salud,
belleza
(al menos,
de momento),
y la dureza
de la
responsabilidad
de mi gente.
La culpa
de tanto
y tanto error,
de las traiciones
cometidas
contra otros
y también
contra mí.
La quemadura
de las traiciones
recibidas,
del desamor
y el abandono,
y
-aún más difícil-
la amargura
de los amores
a los que no
correspondí.
Puedo
seguir andando
con la terrible carga
del amor
entregado
y recibido,
y con
el miedo
por aquéllos que amo,
por mí misma,
por
un mundo
que se cae a pedazos.
Puedo,
de una forma o de otra,
vivir con todo eso.
Pero Dios,
qué cansada,
qué triste,
qué dolida
esta
noche.
A.S.