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jueves, 21 de junio de 2012

Helen Luke: La vida del espíritu en las mujeres

La vida del espíritu en las mujeres
¿QUÉ SE QUIERE DECIR CON LA PALABRA <<ESPÍRITU>>? Existen miles de respuestas, pero el verdadero significado sólo lo vislumbramos a través de esa clase de experiencia que nunca puede explicarse racionalmente en palabras. Sólo las imágenes que emergen de forma perenne del inconsciente de la humanidad pueden transmitir en un símbolo el poder del espíritu.

La más universal de todas las imágenes del espíritu es el aliento, el viento: el pneuma en griego, el ruach en hebreo. Es eso que <<sopla donde quiere y nadie sabe cuándo llega y dónde va>>. Íntimamente relacionado a él se halla la imagen del fuego. Del viento vino el fuego, según creían los antiguos. En pentecostés irrumpió un poderoso fuego y lenguas de fuego ardieron sobre cada uno de los apóstoles. Este viento, este fuego del espíritu, debe entrar en un hombre o en una mujer antes de que pueda decirse en verdad que puedan crear nada en absoluto. Los pensamientos y las acciones que no son tocados por este misterio pueden producir nuevas formas en abundancia, aportando el bien y el mal en igual medida a nuestra vida colectiva, pero nada cambia esencialmente la psique del ser humano; por el contrario, siempre que el aliento de ese viento o una chispa de ese fuego se aloja en la mente, en el corazón o en el cuerpo, somos inmediatamente conscientes de una especie de renovación de la vida.

Si echamos una ojeada rápida a los diversos contextos en los que se utiliza la palabra <<espíritu>> desde la ciencia química hasta la atribución química de que él se hace a la Trinidad cristiana, vemos que se utiliza predominantemente en cada nivel y sin ninguna connotación moral para expresar lo que produce transformación. El aceite se transforma en poder a través del espíritu en el petróleo; los espíritus de la sal y del amoníaco queman y limpian, purifican y destruyen; el espíritu del alcohol elevan al ser humano más allá de su ego y alteran su personalidad ante sus ojos; ángeles o demonios han sido siempre invocados para efectuar las transformaciones para el bien o para el mal: el espíritu que emergió en Pentecostés se extendió como un fuego a través del mundo pagano y dio nacimiento a la nueva Era cristiana. Y el Espíritu Santo de Dios, el mayor símbolo de todos, entró en una mujer y transformó al mismo Dios en un hombre encarnado. De todo esto es obvio que el espíritu se manifiesta esencialmente al hombre occidental como un principio activo y, por ello, ha sido habitualmente asociado con el poder creativo masculino, aunque su aspecto femenino ha sido conocido como Sophia, coexistente con Dios antes de la creación.

Sin duda alguna, el espíritu es fundamentalmente andrógino. Pero, para la mayoría de nosotros, que hemos emergido de algún modo de la identidad original de los opuestos arquetípicos y que estamos todavía lejos de su reunión consciente, la necesidad fundamental consiste en discriminar entre ellos. Porque, hasta que se tiene su evidencia total como algo separado, no pueden unirse en un matrimonio sagrado, al igual que dos personas casadas no pueden realizar la relación consciente hasta que se conozcan como dos seres físicamente separados. En consecuencia llamemos por el momento al espíritu él de acuerdo con nuestra tradición.

Una de las quejas más graves de los libertadores de las mujeres ha consistido en que el dominio de lo masculino en la sociedad las ha impedido demostrar que eran tan creativas como los hombres. Esto es una media verdad, ya que se ha oscurecido y perdido la verdad total del asunto. Con toda seguridad, el primer elemento esencial al pensar en el poder transformador del espíritu es recordar que éste no crea nada en el vacío. Tiene que haber combustible antes de que el fuego arda; tiene que haber tierra tanto como semilla antes de que se cree nueva vida. La masculinidad del espíritu no tiene sentido a menos que entre en un contenedor femenino, y ningún hombre pueda crear nada en definitiva sin la participación igual de la mujer externa y de la mujer interna. Incluso Dios no podría transformarse a sí mismo en hombre sin el libre consentimiento de María. En cualquier acto creativo de relación—intelectual, emocional y físico—, el hombre y la mujer, lo activo y lo pasivo, tienen igual importancia, y la verdadera liberación del peso de la condición inferior impuesto a las mujeres no reside en la afirmación reiterada de que las mujeres deben esforzarse ahora para vivir como hombres, sino en la afirmación, tan difícil para nosotras, del igual valor de lo específicamente femenino. Nada demuestra más claramente el daño real que se nos ha hecho mediante el dominio de la masculinidad durante tantos siglos como el desprecio por lo femenino, implícito en gran parte de la propaganda de los movimientos feministas. Incluso se desliza sin ser reconocido en el trabajo de algunas de las escritoras más clarividentes de hoy en día. En efecto, existe un gran esfuerzo de conciencia de cada mujer individual por permanecer consciente de este espíritu destructivo que le está constantemente susurrando el juicio colectivo de siglos sobre la inferioridad, la torpeza, la falta de creatividad o su naturaleza pasiva femenina. Las mujeres actuales deben, por ello hacer frente al gran peligro de asumir que sólo tiene que liberarse del yugo que los hombres le han impuesto y desarrollar sus dones espirituales en las esferas de actividad ahora abiertas para ella, con el objeto de llegar a la lejana meta del ser andrógino.

La gran contribución del C.G. Jung al restablecimiento de los valores femeninos para el hombre occidental es a menudo oscurecida por una comprensión errónea de su concepto de animus. En la terminología junguiana, el ánimus es la personificación de la masculinidad inconsciente en las mujeres, siendo el ánima la imagen paralela de lo femenino en un hombre. Por ser inconsciente, es necesariamente proyectada, y con frecuencia se manifiesta de forma negativa, y esto se ha interpretado totalmente fuera de contexto por parte de muchas de las personas dedicadas a la causa de la liberación. Jung, dicen, niega a la mujer cualquier igualdad con el hombre. Él la acusa de expresar opiniones de segunda mano e involucrarse en toda clase de actividades masculinas inferiores, como si fuera incapaz por naturaleza de creatividad real. Nada podría estar más lejos de la verdad. Lo que Jung afirma es que el poder creativo de una mujer nunca puede llegar a fructificar si ésta queda atrapada en la imitación inconsciente de los hombres o en la identificación con la masculinidad inferior de su inconsciente. Él define lo masculino como la capacidad para conocer la propia meta y hacer lo necesario para lograrla. Mientras que el ánimus siga siendo inconsciente en una mujer, éste la persuadirá de que no tiene necesidad de explorar sus motivos ocultos y la impulsará a una persecución ciega de sus metas conscientes, que, por supuesto, la liberan de la ardua tarea nada espectacular de descubrir su verdadero punto de vista individual. No reconocido e indiferenciado, destruirá realmente en ella la posibilidad de integrar sus poderes contrasexuales.
Su espiritualidad seguirá siendo algo estéril y este ánimus negativo envenenará su actitud hacia su verdadera naturaleza. La verdadera función del ánimus es actuar como guía interna entre el ego y las fuentes profundas, tanto del espíritu como de la verdadera sabiduría femenina, de forma que la mujer pueda dar a luz una nueva conciencia de ambos. Es cuando el ánimus actúa entre ella y el mundo externo, y ella se identifica con él, cuando destruye su creatividad. Esther Harding citaba que Jung había dicho en una conversación que la verdadera feminidad del hombre no es el ánima; de igual modo, el verdadero espíritu masculino de una mujer no es el ánimus, aunque éste lo conduzca a él. Sólo la integración consciente de su espíritu durmiente de clara discriminación puede liberar a cada mujer del yugo compulsivo del ánimus negativo. Sin esta libertad, ningún grado de liberación del mundo externo puede hacer otra cosa que arrojarla a otra esclavitud más peligrosa.

Generalmente se entiende la vida espiritual como la conciencia interior que conduce la humanidad a la relación con Dios, el Creador. El peligro de confundir una experiencia de espíritus con la experiencia del Espíritu siempre ha sido reconocida por los sabios. <<Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu; sino examinad si los espíritus vienen de Dios>> (Biblia de Jerusalén, Primera Epístola de Juan, IV: 1). Pero este peligro es enormemente amplificado en una época como en la nuestra en la que se alienta y promueve todo tipo de experimentación. Amenaza a un número mayor de personas que son incapaces de discriminar y que, puesto que han sido ampliamente privadas de rituales y símbolos colectivos con los que se nutrían sus almas inconscientemente, buscan en cualquier lugar redescubrir un sentido numinoso en la vida. Los movimientos carismáticos y las enseñanzas místicas u ocultistas de toda clase surgen para satisfacer la necesidad de miles de personas que han perdido el contacto con lo espiritual en los desiertos del racionalismo materialista. Se reúnen en grupos para inducir el contacto con lo que demasiada facilidad se llama el Espíritu Santo. Frecuentemente brota simplemente de una apertura del inconsciente que libera una experiencia de lo numinioso. El que esta experiencia conduzca o no a un verdadero destello del poder transformador del espíritu depende del grado de conciencia de cada persona y de la objetividad y de la humildad con las que encarne la visión en su vida en esta tierra. En la mayoría de los casos, se apoderan inmediatamente de estas experiencias inducidas ese par ambivalente—el ánima y el ánimus—y la transformación permanece en el nivel de las emociones o de la voluntad de poder del ego. La gente es entonces poseída por un hubris que anuncia la catástrofe.

¿Cómo hemos de probar entonces a los espíritus? Se produce la iluminación cuando nos damos cuenta de la justeza extraordinaria del nombre Espíritu Santo: el espíritu del todo. El escritor de la epístola de Juan, al exhortar a sus lectores a probar a los espíritus, continuaba: <<Podréis conocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios>> (Biblia de Jerusalén, Primera Epístola de Juan IV: 2). En lenguaje psicológico moderno, esto quiere decir que debemos en justicia hablar del espíritu de Dios sólo cuando lleve a una encarnación en nosotros, aunque sea pequeña, del espíritu de verdad interno. Éste es el espíritu que habla a través del daimonde cada hombre o de cada mujer, y que llama al individuo a la realización de su tarea singular. Por otra parte, si, cuando se agota la emoción de la experiencia numinosa y vuelve la oscuridad, simplemente caemos de la exaltación en la depresión, o, peor aún, si nos enorgullecemos tanto por ella que nos ponemos inmediatamente a convertir a los demás, podemos estar seguros de que estamos simplemente poseídos por los espíritus de los opuestos indiferenciados del inconsciente. La verdadera experiencia es siempre un sacrificio de la unilateralidad del ego; es una recepción de la semilla creativa en la vasija de lo femenino, ya sea un hombre o una mujer y, habitualmente, el principio de una larga nutrición, una paciente espera del nacimiento oculto. <<Hágase en mí según tu palabra>>.

LA MUJER Y LA TIERRA
De las anteriores reflexiones se deduce que, antes de que la mujer pueda perseguir felizmente sus metas con la verdadera discriminación masculina que le llevará a la madurez, debe aprender primero a reconocer y a valorar la naturaleza del principio que es dominante en ella por el hecho de su sexo. No estoy negando la verdad obvia de que existe una gran diferencia en el equilibrio de los elementos masculinos y femeninos de cada persona, mas, el que la diferencia sea grande o pequeña, es la naturaleza la que inclina la balanza según nuestra concepción a un lado o a otro, y nunca es posible ninguna evolución o transformación hasta que hemos aceptado los hechos.

En innumerables situaciones de orientación psicológica se hace patente la trágica alienación de las mujeres de su feminidad. Con mucha frecuencia, la primera tarea extremadamente difícil para la mujer actual es reconocer sus engaños conscientes e inconscientes sobre la naturaleza de la feminidad, de forma que pueda empezar a darse cuenta de hasta qué punto su forma de pensar de segunda mano entra en colisión con sus cualidades reprimidas pertenecientes a la sombra, y que dirigen su conducta e incluso poseen su alma. Esta alienación debe conllevar un sentido de profunda culpabilidad, puesto que es una traición a su propio derecho de nacimiento, y esta culpabilidad se siente en todos los contextos erróneos, y a veces, se ve acompañada por una religiosidad sentimental en la que el espíritu del cristianismo se ha perdido. Las neurosis que resultan son frecuentemente la gracia salvadora por el sufrimiento que llevan consigo. Son una verdadera operación del espíritu que se esfuerza por despertar a la mujer a su angustiosa situación.

Con frecuencia, la mujer en esta situación revelará inmediatamente que sus conceptos y lo que significa ser una mujer están confeccionados a partir de nociones de buscadoras frívolas, y con la cabeza vacía de metas sexuales, más una imagen de la esclava de la cocina dependiente y condenada a barrer los suelos o a cuidar veinticuatro horas al día a los hijos. Medio conscientemente, esto tiene sentido para hacer una elección entre el aburrimiento y la esclavitud, aunque puede que ella no lo defina así. A lo primero lo desprecia y a lo segundo lo teme, o viceversa, y así se ve desgraciadamente atrapada en una interpretación de la feminidad como elección entre utilizar a los hombres o ser utilizada por ellos. Pero el instinto femenino es precisamente no utilizar nada, sino simplemente dar y recibir. Ésta es la naturaleza de la tierra: recibir la semilla y nutrir las raíces; impulsar el crecimiento en la oscuridad de forma que pueda alcanzar la luz.

¿Cómo pueden las mujeres recuperar su reverencia y su alegría por este gran arquetipo cuyos símbolos siempre han sido la Tierra, la Luna, lo oscuro y el océano, madre de todo? Durante miles de años, la necesidad de liberar la conciencia de las garras de la inercia destructiva y de la cualidad devoradora, que son el aspecto negativo de la madre dadora de vida, dieron correctamente al espíritu emergente de actividad y exploración una enorme ascendencia; pero los extremos de esta adoración de la luz brillante del Sol han producido en nuestra época una alienación, incluso en las mismas mujeres, de las cualidades pacientes y resistentes nutritivas de la Tierra, de la belleza reflejada por la luz plateada de la Luna y la oscuridad, de lo desconocido en las profundidades del mar inconsciente y de los manantiales del agua de la vida. El regreso y el descenso a estas fuentes y raíces del árbol es igualmente el camino adelante y hacia arriba, hacia el espíritu del aire y del fuego en las bóvedas del cielo.

Si leemos el segundo hexagrama del I Ching, K’un, lo Afectivo, que describe el principio femenino, yin, y la igualdad y oposición del yang, lo creativo, encontramos bellamente expresada la esencia de estas cosas:

El estado de la Tierra es la receptiva entrega.
            Perfecta, en efecto, es la cualidad sublime de lo Receptivo.
            Todos los seres le deben su nacimiento porque
            recibe lo celestial con devoción.
            …no busques obras, sino llévalas a cabo…
            Esconder la belleza no significa estar activo.
            Significa sólo que la belleza no debe ser exhibida
            en el momento inadecuado.
Lo receptivo no dirige, sino que sigue, puesto que es como una vasija en la que está escondida la luz hasta que puede aparecer en el momento adecuado. Así pues, no necesita el propósito deliberado o el prestigio del logro reconocido.

Se añaden dos advertencias; la primera contra el peligro de la inercia: <<Cuando se pisa escarcha, se aproxima hielo firme>>. La segunda habla de resultados destructivos cuando los valores pasivos toman la dirección y se oponen a las fuerzas activas del yang. Cuando sucede esto se produce un verdadero mal.  Puede simplemente absorber cualquier nuevo crecimiento de la conciencia.

Si podemos volver a descubrir en nosotras la belleza oculta de esta receptiva entrega, si podemos aprender cómo estar tranquilos sin acción, cómo continuar la vida sin un propósito de liderazgo, cómo servir sin pedir prestigio, y como nutrir sin dominio; entonces seremos de nuevo mujeres sobre las que podrá brillar la luz de la Tierra.
Libro: La Vía de la Mujer
Autor: Helen M. Luke
Editorial: Edaf