(De una exposición de iconos rusos de los siglos XVI al XVIII)
Irradiaban.
Irradiaban desde las paredes, decenas de antiguos iconos llenando las salas oscuras de una energía dorada que era pura belleza, pura luminosidad, pura gracia y potencia.
Los rostros. Los rostros extáticos de profetas, sacerdotes, evangelistas, patriarcas. La infinita delicadeza de las Vírgenes: Kiriotissa (Trono del Señor), Theotokos (Madre de Dios), Hodigitria (Conductora de almas)... La majestad del Pantócrator, el Cristo gobernante universal, entronizado en la mandorla, rodeado de ángeles y animales sagrados. Los hermosos motivos de la Iglesia de Oriente, alusivos a la rica teología del Espíritu Santo; los serafines cubiertos con sus alas, las escenas del Apocalipsis...
Iconos, a la vez, austeros y suntuosos, sencillos y terribles, rígidos y plenos de poder.
Creados por una espiritualidad tan profunda como sutil, tan sabia como inocente, tan arcaica como compleja.
Capaces de llegar a la médula, al centro del alma, de cualquier ser humano que los contemple.
Trascendiendo tiempos, espacios y culturas como eternos mensajeros del que es, el que era, el que viene...