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sábado, 5 de noviembre de 2011

Apolo y Marsias

Cuenta el mito que el dios Apolo, indignado por haber sido retado (y casi vencido) en un concurso musical, desolló vivo al sátiro Marsias, quien recibió así el castigo a su hybris, al haberse atrevido a desafiar a un dios.
El relato me venía a la cabeza una y otra vez ayer, contemplando fascinada, en un quirófano, cómo un cirujano, asistido por una corte de otros médicos, enfermeras y auxiliares, desollaba vivo, hasta dejar al descubierto la capa de grasa, a un ser humano el treinta por ciento de cuya piel se había convertido en pergamino seco por acción del fuego (el elemento del dios solar).
El procedimiento se parecía a quitarle la piel a un pollo.
El cirujano y un ayudante levantaban con pinzas la capa de gruesa piel quemada y, con ayuda del bisturí eléctrico, la iban despegando de la grasa, que chirriaba y crepitaba al contacto con la punta candente del bisturí, dejando un olor a animal asado en todo el recinto.
Es un extraño privilegio contemplar un cuerpo humano vivo sin piel en una gran parte, absolutamente expuesto, en un ambiente entre surrealista y de carnicería, entre mítico y cotidiano.
Previamente al desuello, una joven médico había procedido, con un instrumento parecido a un pelapatatas gigante, a pelar del muslo no quemado del paciente, largas tiras de piel sana, que una enfermera se encargaba luego de cortar en forma de red, para que cundieran más, tiras con las que se fue cubriendo la enorme desolladura, y que se fueron grapando entre sí y a los bordes, con una grapadora que no por estar esterilizada dejaba de parecerse a cualquier grapadora de escritorio.
El resultado parecía una colcha de patchwork.
Finalmente, el cuerpo fue envuelto en capas y más capas de vendaje, en espera de la próxima operación, que se realizaría varios días después, ya que las cuatro horas de intervención a las que acababa de asistir sólo habían podido desbridar (desollar) menos de la mitad de las gigantescas y profundas quemaduras.
Yo estaba fascinada.
Me pareció apasionante.
Me encantó.
Y entendí muchas cosas relativas a la profesión médica que todos, creo, deberíamos entender.
Y es que cuando uno, en un rol combinado de oficiante y matarife, se dispone a desollar a un semejante, necesariamente tiene que desconectar de la humanidad de quien yace inconsciente en la mesa de operaciones. Porque, si no, no podría hacerlo.
Como tuve que desconectar yo para presenciarlo.
Porque, si me hubiera dejado llevar por el pensamiento de quién era el paciente, de su familia que esperaba, de su vida mutilada, su belleza perdida, su futuro absolutamente incierto (no tenía más de un cincuenta por ciento de posibilidades de supervivencia) y el dolor físico y psicológico al que, caso de sobrevivir, tendría que hacer frente, creo que me hubiera desmayado en medio del crepitar del bisturí, el olor a barbacoa y los paños empapados en sangre que se veían por doquier.
Pero desconecté. Y, repito, me encantó estar allí, y compartir con el equipo médico lo que para ellos era una mañana rutinaria de trabajo, en la que se percibía, no obstante, una curiosa mezcla de cotidianidad, total atención y amor inconsciente.
Lo mío vendrá luego. La apertura a la persona herida en mi labor como terapeuta.
La contención amorosa de un dolor inconcebible, la escucha incondicional, la aceptación y la validación de lo humano, de lo humano hermosísimo, intacto y resplandeciente a través y más allá de las cicatrices. Mi trabajo, también mezcla de atención, entrega, rutina y amor.
Pero ayer, ayer fui la apasionada espectadora de un rito bárbaro, terrible y bellísimo.
El uso, como en todo, como siempre, del mal para el bien.
La unión de los opuestos sobre la mesa de un quirófano.