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martes, 18 de enero de 2011

Sin mente

La segunda mitad de la vida es un continuo proceso de despojo. Salud, belleza, fuerza, resistencia, van declinando lenta, pero irremisiblemente, en una correntada descendente imposible de obviar. Es así. Esta forma decaerá, morirá y desaparecerá. Punto.
Quiero, no obstante, hoy, hablar de un tipo de decadencia muchas veces considerada peor que la muerte. La decadencia mental. La demencia senil.
He visto a gente a la que yo amaba "perder la cabeza", como reza la expresión popular. Perder, poco a poco, la memoria, la consciencia, la palabra, la capacidad de reconocer a sus seres queridos, de reconocerse a sí mismos, sus opiniones, su sabiduría, su nombre, su identidad. Perder y perder y perder, hasta quedar... ¿qué? ¿Qué es lo que queda cuando todo aquéllo con lo que nos identificamos desaparece?
Aún recuerdo el dolor que sentí la primera vez que un anciano a quien yo amaba muchísimo no me reconoció cuando me acerqué. El dolor y la sensación de irreparabilidad, de inevitabilidad, de ido para siempre, de arrasado. Y cómo, a medida que fue pasando el tiempo, me di cuenta de la humanidad, de la pura dulzura de ese ser que, sin reconocernos, nos tomaba la mano a nuestro paso y la besaba.
Había desaparecido el ser cultural, la máscara. Quedaba un ser natural sin la menor inhibición a la hora de reclamar sus necesidades primarias. Comida. Bebida. Calor. Compañía. Y amor. Quedaba amor. Humanidad. Ternura. Sin mente.
No quiero engañarme. Sé bien que hay muchos tipos de demencia, y que en muchas de ellas las personas se ponen violentas, se autolesionan, agreden o se agitan. Sé lo terrible que resulta contemplar la decadencia de alguien a quien se ama.
Pero hoy quiero ponerme en la perspectiva de quien va siendo despojado de eso que, para mí, es tal vez la más preciada propiedad. La inteligencia. La palabra. La consciencia. ¿Qué pasaría si en algún momento constatara que eso me va a ser arrebatado? ¿Cómo me sentiría ante esa, para mí, suprema desposesión? ¿Que haría? ¿Suicidarme, tal vez? Es una posibilidad. No vería, por cierto, ningún pecado ni problema en abrir la puerta de la muerte si en ese instante no me encontrara con fuerzas para afrontar un reto de esa clase. Y podría pasar que no me encontrara. Y que devolviera la vida y el tiempo que me quede, y me marchara con el menor daño y dolor posibles, para mí y para otros.
Pero también es posible que, por miedo, o por valentía, o por ambas cosas a la vez, decidiera quedarme y vivir lo que para mí constituiría la mayor afrenta, el más terrible despojo. Rendir la orgullosa inteligencia, la orgullosa consciencia, la orgullosa palabra. Rendir, por una vez, todo el orgullo, y aceptar convertirme en esa imagen que me aterroriza. Una anciana senil. Alguien sin mente. Por fin sin mente. Puro ser.