Los mitos tienen una curiosa manera de retratarnos. No se trata de nuestra afición hacia ellos, sino de su afición hacia nosotros. Está una viviendo su vida como va pudiendo, y de pronto se da cuanta de que está inmersa en una (una más, coñe) secuencia mítica.
Estos días me venía insistentemente a la mente el Hades, el reino del dios oscuro, Señor del submundo. Un lugar, ciertamente, a visitar y del que aprender. Pero no un lugar para comprarse un adosado e instalarse. Ni siquiera con la bajada de precios. Porque allí viven, entre otros personajes, Tántalo, condenado a tratar de continuo de alcanzar una comida siempre fuera de su alcance, Sísifo, condenado a subir monte arriba una peña que rueda monte abajo cada vez que está a punto de llegar a la cumbre, las Danaides, condenadas a llenar incansablemente, transportando vasijas de agua, un pozo sin fondo, o, lo que es aún peor, un sujeto cuyo nombre no recuerdo que, por su afición a pasarse la vida en el oscuro reino, se quedó pegado a las rocas, incapaz ya de levantarse y salir.
En todos ellos puedo reconocerme, supongo que como todo el mundo. Como puedo reconocerme en Inanna, en Ereshkigal, en Perséfone, en Psique, en Ulises, en Orfeo, en todos y cada uno de los héroes y heroínas, dioses y semidioses, criaturas del Averno, del Olimpo y de lo que queda en medio. Como cualquier hijo de vecino. No porque nosotros seamos ellos, sino porque ellos son nosotros. Nuestra creación y nuestro retrato. Lo malo es que son fotos fijas. Y que, a la que te descuidas, te quedas atrapado/a en un personaje estereotipado de la humana asamblea interna. Por eso, mejor aprender a entrar y salir. A no engancharse a más cuentos que los de Calleja. Y andarse con cuidado. Yo, tú, ese, aquél y aquél otro. A los mitos, sólo de visita. Hasta que uno, una, unos, unas, se da(n) cuenta de en qué lugar de su paisaje interno (y/o del paisaje interno colectivo) anda. Y aprende. Y va aprendiendo y haciéndose consciente. Aunque sea de mito en mito, y tiro porque me toca.