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lunes, 30 de enero de 2012

Una verdad modesta

Si me fuera a morir ahora, si realmente me tuviera que morir ahora mismo, y antes de cerrar la paraeta para siempre tuviera el tiempo necesario para echar una mirada retrospectiva a mi vida, creo que, de todo lo vivido y realizado en estos cincuenta y siete años, lo que más sentido tendría para mí, lo más valioso y entrañable, lo que me llevaría a mi último recuerdo, como un puñado de pepitas de oro en una mano, como el postrer sabor de boca del manjar de la vida, sería, no tanto el conocimiento acumulado, los viajes realizados, el placer sentido, las maravillas vistas, las experiencias internas recibidas, los poemas escritos o las comprensiones obtenidas, sino algo mucho más sencillo y cotidiano: Haber tenido a mis hijos y haber contribuído, en mi pequeña medida, a aliviar, aún de manera infinitesimal, el dolor de mis semejante. La carga del dolor del mundo.
Un equipaje ligero, pero suficiente.
Y es bueno darse cuenta de esta verdad aquí y ahora, porque ella habla con mucha claridad de lo que realmente me importa.
A pesar de la impaciencia, del fastidio, del cansancio, de la desgana, de la impotencia y de la aparente inutilidad de lo que se hace y lo que se puede hacer.
A pesar de que, si miro mis motivos, seguramente asomarán oscuridades y carencias de todos los colores, vacíos de la infancia y blablabla.
A pesar de todos lo pesares, lo cierto es que lo que más suavemente calienta mi corazón, en medio del frío y la indiferencia del cosmos, es el recuerdo del alivio, escaso, insatisfactorio e imperfecto, que otros han recibido a través de mi corazón y de mi mano.
Qué infantil, qué primitivo, qué ñoño, incluso, suena lo que digo, aún para mis propios oídos. Pero es la verdad que mi alma me ha concedido esta noche.
Una verdad modesta, gris y poco llamativa.
Una verdad de la que no voy a renegar.