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miércoles, 15 de febrero de 2012

Mujer y máscara

Es joven. Fue bonita. Ha perdido lo que más amaba. Tiene quemado un porcentaje alto de su cuerpo, y el rostro señalado para siempre.
Su sufrimiento ha sido inmenso.
Pero además, además de lo vivido, además de lo perdido, ha de llevar sobre su faz torturada una doble máscara.
Una primera capa, de plástico duro, le cubrirá la cara. Una segunda capa, de elástico oprimente, fijará la anterior y envolverá toda su cabeza las veinticuatro horas del día de cada día. Con apenas unas diminutas aberturas para boca, nariz, ojos, oídos.
Cuando, estremecida, pregunté a los médicos cuánto tiempo ha de vivir debajo de ese infierno asfixiante, me respondieron que un año completo.
A fin de favorecer una regeneración lo más correcta posible de la piel quemada.
Me siento humilde ante esta tragedia cotidiana y anónima.
Me siento humilde ante la capacidad de una mujer sencilla para afrontar, con gracia y valentía, un rosario de experiencias terribles, un Gólgota salvaje, desconocido, oculto, como una joya en su estuche, en una habitación de hospital.
Me sobreviene un sentimiento de amor, de admiración, de maravilla, de reverencia, ante la belleza, la fuerza, la íntima libertad del espíritu humano, de lo humano, de lo divino (¿qué puede haber más divino?) encarnado (¿o/y gestado y dado a luz?) en esa mujer, esa mujer que nos honra con su sufrimiento y su valor y su dignidad.
Que honra lo humano, nuestra bendita, hermosa, simple, profunda, humana terrenalidad.