aenlibertad@gmail.com



Nuevo blog:

POEMAS Y TEXTOS (nombrando paisajes, misterios y silencios) ameliadesola.blogspot.com.es



domingo, 27 de junio de 2010

Nowhere to go

"... In the early morning rain
with nowhere to go..."
Bob Dylan

Hay en la vida algunos -escasos- momentos en los que, verdaderamente, uno siente que ha llegado al final de un camino y que no tiene ni la más remota idea de para dónde tirar a continuación.
Aún más, hay momentos -escasos- en la vida en los que uno deja de saber quién es. Vale decir, uno -una, en mi caso, así que continuamos en femenino singular- nota de pronto que ha dejado de identificarse con la maraña de roles, deseos, miedos, proyectos y desproyectos que hasta ayer parecían consistentes, sólidos y pertenecientes a esa cambiante entidad llamada yo.
Y, sí, hay momentos en los que una contempla, asombrada, cómo no sólo todo lo que daba por supuesto se derrumba, sino también cómo se evapora la fe en que algo nuevo vaya a venir a sustituir a lo anteriormente derrumbado. Vamos, que queda claro que no hay nada, absolutamente nada, que resulte creíble en su capacidad de dotar de satisfacción, sentido o felicidad.
Hoy meditaba yo, sentada en mi parque favorito, sobre este y otros asuntos, y me venía a la mente el estado del que hablan los participantes de Alcohólicos Anónimos cuando descubren, cuando por fin descubren sin el menor género de dudas, que ellos, por sí mismos, son impotentes para controlar su adicción, se rinden ante esta evidencia y se vuelven a un poder superior en cuyas manos se ponen.
Yo no bebo, pero soy, me guste o no, una adicta a intentar controlar mi vida. A creer que sé lo que es mejor. A tratar de planear, dirigir y gobernar lo que no tiene planificación, dirección ni gobierno posibles.
Y, en la gracia de este extraño momento de rendición, me daba cuenta de que no sé, en absoluto, el rumbo que debe tomar esa vida en ninguno de los ámbitos que la componen, y que mi única posibilidad -literalmente la única- es ponerla en manos de ese poder superior (o interior) y vivirla como él disponga (que es, por cierto, lo que con más o menos consciencia hacemos todos siempre).
Y allí, sentadita en mi parque, delante de una fuente que siempre me aporta calma, me daba cuenta también de que he perdido la fe en el deseo -cualquier deseo- y su cumplimiento como donantes de plenitud. Y que esa pérdida de fe trae consigo, igualmente, una notable pérdida de miedo.
Y recordaba esta frase leída en uno de mis blogs favoritos: "¿Estáis dispuestos a tomar el poder y dejar de ser víctimas de nuestra experiencia de vida no digerida, lo que conlleva dejar que las cosas salgan a la luz y dejar que caiga lo falso y que todo lo que no es verdadero salga de nuestras vidas?".
Pues sí, estoy dispuesta. No parece, por fin, que quede otro remedio.

miércoles, 23 de junio de 2010

Odio

Haciendo prospecciones por el fondo de mi corazón, hoy ha emergido un surtidor de odio. Como el escape de petróleo del golfo de México, el odio brota con fuerza, en un chorro continuo, potente, negro, tan intenso, sin embargo, como el amor, o como lo que en ocasiones he llamado amor. Querría gritar, correr, destruir, hacer lo que fuera para dar salida a esta fuerza, a esta bolsa de pus, de negrura, de infierno que, al parecer, de forma soterrada, siempre me acompaña.
Miro, maravillada, a mi odio. Es un odio infantil, de niña despechada e impotente, un odio universal, una rabia infinita de bebé insatisfecho, de alguien en íntimo y total desacuerdo, de quien va descubriendo la otredad pero aún carece del velo de las palabras, de las ideas, de las mentiras para disimular su sufrimiento.
Es un odio que quiere anular, borrar, aniquilar, un odio que surge de una necesidad absoluta, un odio que no es más que el molde, el negativo de la soledad, de la búsqueda, del querer, querer, querer lo que no se puede tener...
Incompleta, incompleta, incompleta... Mi odio dice: Incompleta. Yo. Yo sola. Yo aparte. Yo incomunicada, perdida, impotente, yo y lo otro, yo y tú, yo y él, yo y Él, separados, separados, separados por siempre y para siempre.
Odio mortal porque el mundo no es para mí. Odio mortal porque mi vida no es para mí, porque los que amo no son para mí, porque todo no es para mí, porque Dios no es para mí. Odio porque no hay suficiente. No hay suficiente teta, no hay suficiente leche para este hambre inmensa, para esta gula devoradora, para este vacío infinito, para este alguien cuyo nombre es necesidad, necesidad, necesidad...
No se acaba, no tiene fin, este odio, este tormento, este amor herido, como no tienen fin las ganas de jugar de los niños, las preguntas de los niños, las peticiones de los niños, el llanto de los niños, la rabia de los niños, el pesar de los niños, el dolor de los niños, el amor de los niños, el odio de los niños.
Odio a un mundo que es como es, y no como yo quiero que sea. A una gente que es como es, y no como yo quiero que sea. A un cuerpo que es como es, y no como yo quiero que sea. A un conjunto de circunstancias que es como es, y no como yo quiero que sea. A una vida que es como es, y no como yo quiero que sea. A una muerte que es como es, y no como yo quiero que sea. A un yo que es como es, y no como yo quiero que sea. A un Dios que es como es, y no como yo quiero que sea. Yo, yo, yo... yo necesito, yo quiero, yo anhelo, yo me desespero en mi espera y mi impotencia.
Es una bomba atómica de odio, es el reverso de la aceptación, del "hágase Tu voluntad", del fluir, del amor a lo que es, sencillamente del amor.
Es, sin embargo, lo que hay. Lo que es. Lo que hoy ha brotado del subsuelo de mi alma.

Meditación hesicasta

EL MÉTODO DE ORACIÓN HESICASTA

Según la enseñanza del padre Serafín del Monte Athos


"Cuando X, un joven filósofo, llegó al Monte Athos, había leído ya un cierto número de libros sobre la espiritualidad ortodoxa, particularmente la pequeña filocalia de la oración del corazón en los relatos del peregrino ruso. Estaba seducido sin estar verdaderamente convencido. Una liturgia vivida en su ciudad le había inspirado el deseo de pasar algunos días en el Monte Athos, con ocasión de sus vacaciones en Grecia, para saber un poco más sobre el método de la oración de los hesicastas, esos silenciosos a la búsqueda de "hesychia", es decir, de paz interior.

Contar con detalle cómo llegó al padre Serafín, que vivía en un eremitorio próximo a San Pantaleón, sería demasiado largo. Digamos únicamente que el joven filósofo estaba un poco cansado. No encontraba a los monjes a la altura de sus libros. Digamos también que, si bien había leído varios libros sobre la meditación y la oración, no había rezado verdaderamente ni practicado una forma particular de meditación y lo que pedía en el fondo no era un discurso más sobre la oración o la meditación sino una "iniciación" que le permitiera vivirlas y conocerlas desde dentro por experiencia y no sólo de "oídas".

El padre Serafín tenía una reputación ambigua entre los monjes de su entorno. Algunos le acusaban de levitar, otros de que gritaba y gemía, algunos le consideraban como un campesino ignorante, otros como un venerable staretz inspirado por el Espíritu Santo y capaz de dar profundos consejos así como de leer en los corazones.

Cuando se llegaba a la puerta de su eremitorio, el padre Serafín tenía la costumbre de observar al recién llegado de la manera más impertinente: de la cabeza a los pies, durante cinco largos minutos, sin dirigirle ni una palabra. Aquéllos a quienes ese examen no hacía huir, podían escuchar el áspero diagnóstico del monje:

En usted no ha descendido más abajo del mentón.

De usted, no hablemos. Ni siquiera ha entrado.

Usted... no es posible... que maravilla. Ha bajado hasta sus rodillas...

Hablaba del Espíritu Santo y de su descenso más o menos profundo en el hombre. Algunas veces a la cabeza, pero no siempre al corazón ni a las entrañas... Así es como juzgaba la santidad de alguien, según su grado de encarnación del espíritu. El hombre perfecto, el hombre transfigurado era para él, el habitado todo entero por la presencia del Espíritu Santo de la cabeza a los pies. "Esto no lo he visto sino una vez en el staretz Silvano, decía, era verdaderamente un hombre de Dios, lleno de humildad y de majestad".

El joven filósofo no estaba aún ahí. El Espíritu Santo sólo había encontrado paso en él "hasta el mentón". Cuando pidió al padre Serafín que le hablase de la oración del corazón y de la oración pura según Evagiro Póntico, el padre Serafín comenzó a gemir. Esto no desanimó al joven, que insistió. Entonces el padre Serafín le dijo: "Antes de hablar de la oración del corazón, aprende primero a meditar como la montaña...". Y le mostró una enorme roca: "Pregúntale cómo hace para rezar. Después vuelve a verme".



Meditar como una montaña

Así comenzó para el joven una verdadera iniciación al método de oración hesicasta. La primera meditación que le habían propuesto se refería a la estabilidad, al enraizamiento de un buen cimiento.

En efecto, el primer consejo que se puede dar al que quiere meditar no es de orden espiritual sino físico: siéntate. Sentarse como una montaña quiere decir tomar peso, estar grávido de presencia. Los primeros días al joven le costaba mucho quedarse inmóvil, con las piernas cruzadas, con la pelvis ligeramente más alta que las rodillas. Una mañana sintió realmente lo que quería decir meditar como una montaña. Estaba allí con todo su peso, inmóvil. Formaba una sola cosa con ella, silencioso bajo el sol. Su noción del tiempo había cambiado ligeramente. Las montañas tienen un tiempo distinto, otro ritmo. Estar sentado como una montaña es tener la eternidad delante, es la actitud justa para el que quiere entrar en la meditación: saber que está la eternidad detrás, adentro y delante de sí.

Antes de construir una iglesia es necesario ser piedra y sobre esta piedra (esta solidez imperturbable de la roca) Dios podría construir su Iglesia y hacer del cuerpo del hombre su templo. Así comprendía el sentido de la palabra evangélica: "Tú eres piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia".

Se quedó así varias semanas. Lo más duro era pasar varias horas "sin hacer nada". Era menester volver a aprender a estar, simplemente estar, sin objeto ni motivo. Meditar como una montaña era la meditación misma del Ser, "del simple hecho de Ser", antes de cualquier pensamiento, cualquier placer o dolor.

El padre Serafín le visitaba cada día, compartía con él sus tomates y algunas aceitunas. A pesar de esta régimen tan frugal, el joven parecía haber ganado peso. Su paso era más tranquilo. La montaña parecía haberle entrado en la piel. Sabía acoger su tiempo, acoger las estaciones, estar silencioso y tranquilo, a veces como la tierra árida y dura, otras veces como el flanco de una colina que espera la cosecha.

Meditar como una montaña había modificado igualmente el ritmo de sus pensamientos. Había aprendido a "ver" sin juzgar, como si diese a todo lo que crece en la montaña "el derecho de existir".

Un día, unos peregrinos, impresionados por la calidad de su presencia, le tomaron por un monje y le pidieron la bendición. Al enterarse de esto, el padre Serafín comenzó a molerle a golpes... El joven empezó a gemir.

"Menos mal, creía que te habías hecho tan estúpido como los guijarros del camino... La meditación hesicasta tiene el enraizamiento, la estabilidad de las montañas, pero su objetivo no es hacer de ti un tocho muerto sino un hombre vivo".

Tomó al joven del brazo y le condujo hasta el fondo del jardín donde, entre las hierbas salvajes, se podían ver algunas flores.

"Ahora ya no se trata de meditar como una montaña estéril. Aprende a meditar como una amapola, aunque no olvides por eso la montaña".



Meditar como una amapola

Así fue como el joven aprendió a florecer.

La meditación es ante todo un cimiento y eso es lo que le había enseñado la montaña. Pero la meditación es también una "orientación" y es lo que ahora le enseñaba la amapola: volverse hacia el sol, volverse desde lo más profundo de sí mismo hacia la luz. Hacer de ello la aspiración de toda su sangre, de toda su savia.

Esta orientación hacia lo bello, hacia la luz, le hacía a veces enrojecer como una amapola. Aprendió también que para permanecer bien orientada, la flor debía tener el tallo erguido. Comenzó, pues, a enderezar su columna vertebral.

Esto le planteaba algunas dificultades porque había leído en ciertos textos de la filocalia que el monje debía estar ligeramente curvado, con la mirada vuelta al corazón y las entrañas.

Cuando pidió una explicación al padre Serafín, los ojos del staretz le miraron con malicia. "Eso era para los forzudos de otros tiempos. Estaban llenos de energía y había que recordarles la humildad de la condición humana. Doblarse un poco el tiempo de la meditación no les hacía ningún daño... pero tú más bien tienes necesidad de energía y por tanto, en el tiempo de la meditación, enderézate, estáte vigilante, ponte derecho vuelto hacia la luz, pero sin orgullo... por otro lado, si observas bien la amapola, te enseñará no sólo el enderezamiento del tallo sino además una cierta flexibilidad bajo las inspiraciones del viento y también una gran humildad".

En efecto la enseñanza de la amapola consistía también en su fugacidad, en su fragilidad. Había que aprender a florecer pero también a marchitarse. El joven comprendía mejor las palabras del profeta: "Toda carne es como la hierba y su delicadeza es la de la flor de los campos. La hierba se seca, la flor se marchita... Las naciones son como una gota de agua de rocío en el borde de un cubo... Los jueces de la tierra apenas plantados, apenas arraigados..., se secan y la tempestad se los lleva como paja" (Is 40).

La montaña le había enseñado el sentido de la eternidad, la amapola le enseñaba la fragilidad del tiempo: meditar es conocer lo Eterno en la fragilidad del instante, un instante recto, bien orientado. Es florecer el tiempo en que se nos ha dado florecer, amar en el tiempo en que se nos ha dado amar, gratuitamente, sin por qué; puesto que ¿por qué florecen las amapolas?

Aprendía así a meditar "sin objeto ni beneficio", por el placer de ser y de amar la luz. "El amor tiene en sí mismo su propia recompensa", decía San Bernardo. "La rosa florece porque florece, sin por qué", decía también Angelus Silesius. La montaña florece en la amapola, pensaba el joven, todo el universo medita en mí. Ojal pueda enrojecer de alegría todo el tiempo que dure mi vida". Este pensamiento era sin duda excesivo. El padre Serafín comenzó a sacudir a nuestro filósofo y de nuevo le cogió por el brazo.

Lo llevó por un camino abrupto hasta el borde del mar, a una pequeña cala desierta. "Deja ya de rumiar como una vaca el sentido de las amapolas. Adquiere también el corazón marino. Aprende a meditar como el océano".



Meditar como el océano

El joven se acercó al mar. Había adquirido un buen cimiento y una orientación recta; estaba en buena postura. ¿Qué le faltaba? ¿Qué podía enseñarle el chapoteo de las olas?. El viento se levantó. El flujo y reflujo del mar se hizo más profundo y eso despertó en él el recuerdo del océano. En efecto, el viejo monje le había aconsejado meditar "como el océano" y no como el mar. Cómo había adivinado que el joven había pasado largas horas al borde del Atlántico, sobre todo de noche, y que conocía ya el arte de poner de acuerdo su respiración con la gran respiración de las olas. Inspiro, expiro... y luego soy inspirado, soy expirado. Me dejo llevar por el soplo como alguien que se deja llevar por las olas. Hacía el muerto, llevado por el ritmo de las respiraciones del océano. Eso le había conducido a veces al borde de extraños desvanecimientos. Pero la gota de agua, que en otro tiempo "se desvanecía en el mar" guardaba hoy su forma, su consciencia. ¿Era efecto de su postura?, ¿de su enraizamiento en la tierra?. Ya no era el ritmo profundizado de su respiración quién le llevaba. La gota de agua conservaba su identidad y sin embargo sabía "ser una" con el océano. De este modo el joven aprendió que meditar es respirar profundamente, dejar ir el flujo y reflujo del aliento.

Aprendió igualmente que aunque hubiese olas en la superficie, el fondo del océano seguía estando tranquilo. Los pensamientos van y vienen, nos llenan de espuma, pero el fondo del ser permanece inmóvil. Meditar a partir de las olas que somos para perder pie y echar raíces en el fondo del océano. Todo esto se hacía cada día un poco más vivo en él y se acordaba de las palabras de un poeta que le habían impresionado en su adolescencia: "La existencia es un mar lleno de olas que no cesan. De este mar la gente normal sólo percibe las olas. Mira cómo de las profundidades del mar aparecen en la superficie innumerables olas mientras que el mar queda oculto en ellas".

Hoy el mar le parecía menos "oculto en la olas", la unidad de las cosas parecía más evidente sin que esto aboliera la multiplicidad. Tenía menos necesidad de oponer el fondo y la forma, lo visible y lo invisible. Todo constituía el océano único de su vida.

En el fondo de su alma, ¿no estaba el ruah, el pneuma, el gran soplo de Dios?

"El que escucha atentamente su respiración, le dijo entonces el monje Serafín, no está lejos de Dios. Escucha quién est ahí, al final de tu expiración, quién está en el origen de tu inspiración". En efecto, había momentos de silencio más profundos entre el flujo y reflujo de las olas, había allí algo que parecía llevar en sí el océano.



Meditar como un pájaro

Estar sobre un buen cimiento, estar orientado hacia la luz, respirar como un océano no es todavía la meditación hesicasta, le dijo el padre Serafín; ahora debes aprender a meditar como un pájaro. Y le llevó a una pequeña celda cercana a su eremitorio donde vivían dos tórtolas. El arrullo de los dos animalitos le pareció de momento encantador pero no tardó en ponerle nervioso. Parece que escogían el momento en que caía dormido para arrullarse con las palabras más tiernas. Preguntó al viejo monje que significaba todo aquello y si esa comedia iba a durar mucho. La montaña, la amapola, el océano, podían pasar (aunque uno pueda preguntarse qué hay de cristiano en todo ello), pero proponerle ahora este pájaro lánguido como maestro de meditación era demasiado.

El padre Serafín le explico que en el Antiguo Testamento la meditación se expresa con la raíz traducida en general al griego por m‚l‚t‚ -meletan- y en latín por meditari-meditatio. En su forma primitiva la raíz significa "murmurar a media voz". Igualmente se emplea para designar gritos de animales, por ejemplo el rugido del león (Is 31,4), el piar de la golondrina y el canto de la paloma (Is 38,14), pero también el gruñido del oso.

"En el monte Athos no hay osos. Por eso te he traído junto a una tórtola, pero la enseñanza es la misma. Hay que meditar con la garganta, no sólo para acoger el aliento, sino para murmurar el nombre de Dios día y noche... Cuando eres feliz, casi sin darte cuenta canturreas, murmuras a veces palabras sin significado y ese murmullo hace vibrar todo tu cuerpo con una alegría sencilla y serena. Meditar es murmurar como una tórtola, dejar subir ese canto que viene del corazón, como tú has aprendido a dejar que suba a ti el perfume de la flor... Meditar es respirar cantando. Sin quedarnos mucho en su significado, te propongo que repitas, murmures, canturrees lo que está en el corazón de todos los monjes del monte Athos: "Kyrie eleison, Kyrie eleison... "

Esto no le gustaba mucho al joven filósofo. En algunas bodas o entierros lo había oído traducido por: "Señor, ten piedad".

El monje se puso a sonreir: "Sí, es uno de los significados de esta invocación, pero hay otros muchos. Quiere decir también "Señor, envía tu Espíritu", que tu ternura esté sobre mi y sobre todos", "que tu nombre sea bendito", etc, pero no busques demasiado el sentido de la invocación. Ella se te revelar por sí misma. De momento sé sensible y estáte atento a la vibración que despierta en tu cuerpo y en tu corazón. Procura armonizarla apaciblemente con el ritmo de tu respiración. Cuando te atormenten tus pensamientos recurre suavemente a esta invocación, respira más profundamente, manténte erguido y conocerás el comienzo de la hesiquia, la paz que da Dios sin engaño a los que le aman".

Al cabo de algunos días el "Kyrie eleison" se le hizo más familiar. Le acompañaba como el zumbido acompaña a la abeja cuando hace la miel. No lo repetía siempre con los labios. El zumbido se hacía entonces más interior y su vibración más profunda.

El "Kyrie eleison" cuyo sentido había renunciado a "pensar" le conducía a veces al silencio desconocido y se encontraba en la actitud del apóstol Tomás cuando descubrió a Cristo resucitado: "Kyrie eleison", mi Señor es mi Dios.

La invocación le llevaba poco a poco a un clima de intenso respeto por todo lo que existe. Pero también de adoración por lo que está oculto en la raíz de toda existencia.

El padre Serafín le dijo entonces: "Ya no estás lejos de meditar como un hombre. Tengo que enseñarte la meditación de Abraham".



Meditar como Abraham

Hasta aquí la enseñanza del staretz era de orden natural y terapéutico. Según el testimonio de Filón de Alejandría, los antiguos monjes eran "terapeutas". Más que conducir a la iluminación, su papel consistía en curar la naturaleza; ponerla en las mejores condiciones para que pudiera recibir la gracia, que no contradecía la naturaleza sino que la restauraba y cumplía. Es lo que hacía el monje con el joven filósofo enseñándole un método de meditación que algunos podrían llamar "puramente natural". La montaña, la amapola, el océano, el pájaro, eran otros tantos elementos de la naturaleza que recuerdan al hombre que debe ir más lejos, recapitular, los diferentes niveles del ser o incluso los diferentes reinos que componen el macrocosmos: el reino mineral, el reino vegetal, el reino animal... A menudo el hombre ha perdido el contacto con el cosmos, con la roca, con los animales y esto ha provocado en él desazones, enfermedades, inseguridades, ansiedad. La persona humana se siente "de más", extranjera en el mundo. Meditar era comenzar a entrar en la meditación y la alabanza del universo porque, como dicen los Padres, "todas las cosas saben rezar entes que nosotros". El hombre es el lugar en que la oración del mundo toma consciencia de ella misma; está para nombrar lo que balbucean las criaturas. Con la meditación de Abraham entramos en una consciencia nueva y más alta que se llama fe, es decir, la adhesión de la inteligencia y del corazón en ese "tú" que se transparenta en el tuteo múltiple de todos los seres.

Esa es la experiencia de Abraham: detrás del titilar de las estrellas hay algo más que estrellas, una presencia difícil de nombrar, que nada puede nombrar y que sin embargo posee todos los nombres.

Es algo más que el universo y que sin embargo no puede ser aprehendido fuera del universo. La diferencia que hay entre el azul del cielo y el azul de una mirada, más allá de todos los azules. Abraham iba a la búsqueda de esa mirada.

Después de haber aprendido el cimiento, el enraizamiento, la orientación positiva hacia la luz, la respiración apacible de los océanos, el canto interior, el joven estaba invitado a despertar el corazón. "He aquí que de repente tú eres alguien". Lo propio del corazón es, en efecto, personalizarlo todo y en este caso, personalizar al Absoluto, la fuente de todo lo que es y respira, nombrarlo, llamarle "mi Dios, mi Creador" e ir en su Presencia. Para Abraham meditar es mantener bajo las apariencias más variadas el contacto con esta Presencia. Esta forma de meditación entra en los detalles concretos de la vida cotidiana. El episodio de la encina de Mambr nos muestra a Abraham "sentado a la entrada de la tienda, en lo más cálido del día"; allí acoger a tres extranjeros que van a revelarse como enviados de Dios. Meditar como Abraham, decía el padre Serafín, es "practicar la hospitalidad: el vaso de agua que das al que tiene sed, no te aleja del silencio son que te acerca a la fuente. Meditar como Abraham, ya lo entiendes, no sólo despierta en ti paz y luz sino también el amor por todos los hombres". El padre Serafín leyó al joven el famoso pasaje del libro del Génesis en que se trata de la intercesión de Abraham.

"Abraham estaba delante de Yahvé... se acercó y le dijo: ¿Vas a suprimir al justo con el pecador? ¿Acaso hay cincuenta justos en la ciudad y no perdonarás a la ciudad por los cincuenta justos que hay en su seno...?" Poco a poco Abraham fue reduciendo el número de los justos para que Gomorra no fuera destruida. "Que mi Señor no se irrite y hablaré una vez más: ¿Acaso se encontrarán Diez?" (Gen 18,16)

Meditar como Abraham es interceder por la vida de los hombres, no ignorar su corrupción pero sin embargo no desesperar jamás de la misericordia de Dios.

Este estilo de meditación libera el corazón de cualquier juicio y condena, en todo tiempo y lugar. Aunque sean muchos los horrores que pueda contemplar, llama al perdón y a la bendición.

Meditar como Abraham lleva aún más lejos. Las palabras pugnaban por salir de la garganta del padre Serafín, como si quisiera ahorrar al joven una experiencia por la que él mismo había debido pasar y que despertaba en su memoria un temblor casi sutil... esto puede llevar hasta el sacrificio... y le citó el pasaje del Génesis en que Abraham se muestra dispuesto a sacrificar a su propio hijo Isaac: "Todo es de Dios, murmuró el padre Serafín, Todo es de El, por El y para El. Meditar como Abraham te lleva a una total desposesión de ti mismo y de lo que te es más querido... Busca lo que valoras más, lo que identifica tu yo... para Abraham era su hijo único. Si eres capaz de esta donación, de ese abandono moral, de esa confianza infinita en lo que trasciende toda razón y todo sentido común, todo te será devuelto centuplicado. "Dios proveerá". Meditar como Abraham es adherirse por la fe a lo que trasciende el universo, es practicar la hospitalidad, interceder por la salvación de todos los hombres. Es olvidarse de uno mismo y romper los lazos más legítimos para descubrirnos a nosotros mismos, a nuestros prójimos y al universo habitado por la infinita presencia del "Unico que es".



Meditar como Jesús

El padre Serafín se mostraba cada vez más discreto. Notaba los progresos que hacía el joven en su meditación y oración. Varias veces le había sorprendido con el rostro bañado en lágrimas, meditando como Abraham e intercediendo por los hombres: "Dios mío, misericordia. ¿Que será de los pecadores?". Un Día, el joven fue hacia él y le preguntó: padre ¿por qué no me hablas nunca de Jesús? ¿Cómo era su oración, su forma de meditar?. En la liturgia y en los sermones sólo se habla de él. En la oración del corazón, tal como se describe en la filocalia, hay que invocar su nombre. ¿Por qué no me dices nada de eso?".

El padre Serafín pareció turbarse; como si el joven le preguntara algo indecente, como si tuviera que revelar su propio secreto. Cuanto más grande es la revelación recibida, más grande debe ser nuestra humildad para transmitirla. Sin duda no se sentía tan humilde: "Eso sólo el Espíritu Santo te lo puede enseñar. "Quién es el Hijo lo sabe sólo el Padre; quién es el Padre, lo sabe sólo el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Lc 10, 22). Tienes que hacerte hijo para rezar como el Hijo y tener con quién él llama su Padre, las mismas relaciones de intimidad que él y esto es obra del Espíritu Santo. El te recordar todo lo que Jesús ha dicho. El evangelio se hará vivo en ti y te enseñará a rezar como hay que hacerlo".

El joven insistió: "Pero dime algo más". El viejo sonrió: "Ahora, lo que mejor podría hacer sería gemir, pero tú lo tomarías como un signo de santidad; por lo tanto mejor ser decirte las cosas con sencillez. Meditar como Jesús recapitula todas las formas de meditación que te he transmitido hasta ahora. Jesús es el hombre cósmico... sabía meditar como la montaña, como la amapola, como el océano, como la paloma. Sabía meditar como Abraham. Su corazón no tenía límites, amando hasta a sus enemigos, sus verdugos: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". Practicando la hospitalidad con los que se llamaban enfermos y pecadores, los paralíticos, las prostitutas, los colaboracionistas... Por la noche se retiraba a orar en secreto y allí murmuraba como un niño "abba", que quiere decir "papá"... Esto puede parecer insignificante, llamar "papá" al Dios transcendente, infinito, innombrable, más allá de todo. El cielo y la tierra se acercan terriblemente. Dios y el hombre se hacen una sola cosa... quizás hace falta que alguien te haya llamado "papá" en la oscuridad para comprenderlo... Pero tal vez hoy estas relaciones íntimas de un padre y una madre con su hijo ya no signifiquen nada. Quizás sea una mala imagen. Por eso yo prefería no decirte nada, no usar imágenes y esperar a que el Espíritu Santo pusiera en ti los sentimientos y el conocimiento de Jesucristo para que ese "abba" no saliera de la punta de los labios sino del fondo de tu corazón. Ese día empezar s a comprender lo que es la oración, la meditación de los hesicastas".



Ahora vete

El joven se quedó algunos días más en el monte Athos. La oración de Jesús le llevaba a los abismos, a veces al borde de una cierta "locura". "Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí", podía decir con san Pablo. Delirio de humildad, de intercesión, de deseo de que "todos los hombres se salven y lleguen al pleno conocimiento de la verdad". Se hacía amor, se hacía fuego. La zarza ardiente ya no era para él una metéfora sino una realidad: "Ardía pero sin consumirse". Fenómenos extraños de luz visitaban su cuerpo. Algunos decía que le había visto andar sobre el agua o estar inmóvil a treinta centímetros del suelo...

Esta vez el padre Serafín se puso a gemir: "­Ya está bien! Ahora vete". Y le pidió que dejara Athos, que volviera a su casa y que viese allí lo que quedaba de esas bellas meditaciones hesicastas

El joven se fué. Volvió a su país. Lo encontraron más delgado y no vieron nada espiritual en su barba más bien sucia ni en su aspecto más bien descuidado... Pero la vista de su ciudad no le hizo olvidar la enseñanza de su staretz.

Cuando estaba muy agobiado, sin nada de tiempo, se sentaba como una montaña en la terraza del café.

Cuando sentía en él orgullo o vanidad, se acordaba de la amapola ("toda flor se marchita") y de nuevo su corazón se volvía hacia la luz que no pasa nunca.

Cuando la tristeza, la cólera, el disgusto, invadía su alma, respiraba profundamente, como un océano, volvía a tomar aliento en el soplo de Dios, invocaba su nombre y murmuraba: "Kyrie Eleison".

Cuando veía el sufrimiento de los seres humanos, su maldad y su impotencia para cambiar nada, se acordaba de la meditación de Abraham.

Cuando le calumniaban, cuando decían de él todo tipo de infamias, era feliz meditando con Cristo...

Exteriormente era un hombre como los demás. No intentaba tener "aire de santo"...

Había olvidado incluso que practicaba el método de oración hesicasta; simplemente intentaba amar a Dios cada momento y caminar en su presencia."



(JEAN-YVES LELOUP. Questions de: "Meditation" nº 67. Ed. Albin Michel)
(Extraido de LECTURAS CONTEMPLATIVAS, lecturascontemplativas.blogspot.com)

lunes, 21 de junio de 2010

Solsticio de verano

"Animales de silencio se abrieron paso, salieron
del claro bosque libre...
"
(R.M. Rilke)

Es la lucha salvaje y sin receso,
el odio frío de la retirada,
la magnética voz de la llamada,
la magia fascinada del regreso.

Es la querencia mutua de los centros,
la siempre viva danza milenaria,
la esquiva rendición involuntaria,
la muda intensidad de los encuentros.

Es el sello implacable de las fraguas,
es la renovación del pacto eterno
del fuego y de la noche y de la entrega.

Es el desbordamiento de las aguas,
la fusión de lo fiero y de lo tierno
cuando el momento del silencio llega.

A.S.

jueves, 10 de junio de 2010

Los Nadie

Mi hijo me ha hecho oír este poema de Eduardo Galeano. Me ha parecido impresionante.
Y también es impresionante oírlo recitar.
Basta meter en el buscador de youtube Los Nadie Eduardo Galeano.
Vale mucho la pena.


LOS NADIE

Sueñan las pulgas con comprarse un perro
y sueñan los nadie con salir de pobres,
que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte,
que llueva a cántaros la buena suerte,
pero la buena suerte no llueve ayer,
ni hoy, ni mañana, ni nunca.
Ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte,
por mucho que los nadie la llamen,
aunque les pique la mano izquierda,
o se levanten con el pie derecho,
o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadie: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadie: los ningunos, los ninguneados,
corriendo la liebre,
muriendo la vida,
jodidos,
rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal,
sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadie, que cuestan menos que la bala que los mata.

Eduardo Galeano

miércoles, 9 de junio de 2010

Anhelo

¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?
Juan de la Cruz

A veces me asusto de la intensidad del anhelo.
Si me coloco en mi centro, puedo observarlo surgir del vacío como una catarata.
Brota en oleadas que salen del pecho, que me envuelven, que envuelven la estancia, la ciudad, el planeta, el cosmos.
Anhelo de no sé qué. De plenitud. De unidad conmigo misma y con todo. De Eso.
Se vive como hambre, como sed, como deseo, como carencia desesperada.
Y puedo entender, por tanto, a quienes, llevados por ese río, se lanzan a la búsqueda de... lo que sea. Lo que sea que, de cualquier manera que sea, ofrezca la promesa de calma.
Pero no hay nada, nada en todo el universo que cumpla esa promesa.
No hay amor suficiente, agua suficiente, comida suficiente, dinero suficiente, alcohol o droga suficiente, sexo suficiente, placer suficiente, honor suficiente, poder suficiente, en todo el maldito samsara, para acallar esa llamada, serenar ese afán, completar ese hueco. ese hueco donde cabe... Dios.
Y ya puedo buscar, que tanto da. Ya puedo hacer, practicar, orar, esperar, desear... No es algo controlable. No es algo que dependa de mí. Es una llamada fundamental, una esencia que me constituye, que me hace ser... lo que sea. Pero que no está en mi mano provocar ni reducir. La puerta, la puerta que da a eso, si ha de abrirse, al parecer se abre desde dentro, y lo único que queda es sentarse en el umbral con la lamparilla llena de aceite y sin dormirse.
A menudo pienso en los miles de millones de seres humanos que han vivido y han muerto con su anhelo intacto y sin respuesta, y me pregunto por qué demonios va a ser diferente en mi caso.
Escucha, escucha, pedazo de... Dios. No me hagas eso. No me vayas a hacer eso, so... Dios.

domingo, 6 de junio de 2010

De la insoportable levedad del ser... y otros agobios

Dice Michael Singer en "Alma en Libertad" que el precio de la libertad es perderle el miedo al dolor. Permanecer abiertos a él, siempre que se presente, y permitir que nos atraviese y siga su camino.
Tiene razón, opino. Como la tiene Byron Katie cuando afirma que su oración, de tener alguna, sería la petición de ser liberada de cualquier necesidad de amor o aprobación.
Pero hoy quiero reflexionar sobre otro asunto con el que ando, estos días, comiéndome la cabeza y entreteniendo mis ocios. Y es el miedo a ser quienes somos. O, para ser más específica, el miedo a ser quien soy. O, para un ajuste aún más fino, el miedo a ser quien voy siendo segundo a segundo. Y es que debo ser señora mudable, porque las formas de ser, de opinar, de sentir y de pensar, no me duran ni cinco minutos escasos.
Ya sé, ya sé que quien, en realidad, soy, es el espacio donde todo esto sucede, o quien se da cuenta del espacio y de lo que en él sucede. Pero si, como afirmaba no recuerdo quién, el amigo Dios es aficionado a las historias (si no, ¿pa qué demonios iba a molestarse en este lío monumental de la creación?) yo también puedo serlo, y la verdad es que esto de la introspección y la autoobservación me distrae muchísimo.
Miedo, decía, a ser quien soy a cada rato. A pensar lo que pienso. A desear lo que deseo. A no desear lo que no deseo. A amar lo que amo. A odiar lo que odio. A opinar lo que opino. A contradecirme lo que me contradigo. A cambiar de todo ello lo que cambio. A ser tan incorrecta política, moral, económica, social, vital y espiritualmente. Y a que cada vez me importe menos todo ello.
Quiero decir, que si puedo permitirme sentir el dolor cuando aparece (no es más que una sensación, a fin de cuentas), puedo también permitirme observar y encarnar cualquier otra cosa que me ocurra (o me "sea"), trátese de pensamiento, sentimiento, sensación... (lo de la acción debe ser ya para matrícula de honor, y lo vamos a dejar para otro día), o lo que se le cante a la Fuente, con mayúscula, o a mi modesta fuentecilla.
Observar y encarnar sin juicio y sin miedo. Decía el Evangelio aquello de "no juzguéis y no seréis juzgados". A mí se me ocurre: "No te juzgues y a lo mejor no necesitas juzgar a los demás". Porque ¿pa qué va uno a juzgarse? ¿Pa qué va a reprimir o a negar o a esconder ante el propio ojo interno el trivial conocimiento de que uno no es precisamente un angelito (que también)? ¿Que uno es como todo el mundo? ¿Que uno, en definitiva, es (más o menos) el mundo?. Total, pa lo que me va a servir juzgarme... O intentar cambiarme por el simple y sencillo hecho de que no me guste gran parte de lo que vislumbro. Porque, vamos a ver, damas y caballeros, además del contrastado hecho de que yo no he elegido pensar, sentir, amar, odiar, etc., lo que pienso, siento, amo, odio, etc., ¿de dónde me he sacado la peregrina idea de que debería pensar, sentir, amar, odiar, etc., otra cosa diferente? ¿O de que algo, dentro o fuera, sería mejor o peor si yo pensara, sintiera, amara, odiara, etc., de manera distinta a como me acaece? Y en el supuesto caso de que me fuera dado el improbable don de cambiar algo de lo anteexpuesto, ¿Qué sé yo de lo que es mejor o peor, más o menos deseable, oportuno o, simplemente, importante? ¿No sería más sencillo (o tal vez inevitable) empezar, como ya a veces me sucede, a dejarme en paz de una santa vez y permitir a mi espacio interno que aloje a los pensamientos, sentimientos y demás entes inconsútiles que se vayan presentando, sin discriminación alguna, en franca política migratoria de fronteras abiertas? Total, para lo que van a durar...
Y es que, como escribía nuestro inmortal Becquer "¿A mí me lo decís? / Lo sé. Es mudable..." Pero mudable del todo del todo. Una, o al menos la capa orbital de una, es lo menos permanente que ha parido madre. Pasmo me entra cuando veo hasta qué punto, a medida que pasa el tiempo, todo lo que daba por hecho y tallado en granito, dentro y fuera de mí (si es que esta diferencia tiene algún sentido) resulta ser nubecilla al viento, mantequilla al calor, ola en rompiente...
Así que he decidido hacer con todo habitante de mi psique lo que Michael Singer aconseja para el dolor: Perderle (en lo que vaya pudiendo) el miedo. Permitirle que sea, que me habite, que me constituya, que me atraviese, que se quede lo que guste y que se marche o se deshaga cuando toque.
Y, si alguien se deja engañar por el tono ligero de estas reflexiones, que lo haga bajo su responsabilidad. Porque duele. Duele como siempre. Duele el mundo y duele el propio dolor, y el dolor de los demás, y el hecho de que las cosas sean (o vayan siendo) como son. Y hay terror, y gozo, y descubrimiento, y asombro maravillado. Y hay pura y absoluta incertidumbre. Y, sobre todo, por encima de todo, hay no poder, y desear no poder, hacer otra cosa. Y vale por hoy.

miércoles, 2 de junio de 2010

Vivir en la frontera

Cada vez me conozco menos. Lo que es más, cada vez abandono más la esperanza de llegar a conocerme. Y es que, a medida que maduro (¿o será que envejezco?), siento más la necesidad de instalarme a vivir en la frontera móvil de mi psique. Allí donde no sólo ignoro lo que va a pasar, sino también cómo voy a responder a lo que pase.
Entendámonos. La verdad más verdadera es que nunca he sabido lo que iba a pasar, y nunca he sabido tampoco cómo iba a responder a esos eventos. Pero en otros momentos anteriores me preocupaban tales asuntos de una manera en la que ahora, tal vez por desgaste, han dejado de hacerlo.
Vamos por partes. Lo que va a pasar, eso no lo sabe... ni dios. Y lo digo completamente en serio. Tengo la impresión de que la creación es un proceso continuo, jubiloso, terrible y libérrimo, en el que Dios ("como no sé cómo llamarle, lo llamo...Dios") se precipita, se vacía, se arroja en el tiempo y la materia y la carne, se encarna desde la potencialidad infinita en lo que eternamente va siendo y cambiando y volviendo al seno del que emanó. Y lo que dios no sepa, no lo voy a saber yo, obviamente. Porque, además, bromas aparte, yo, este núcleo de no se sabe qué, orbitado por un puñado de pensamientos, sentimientos, vivencias y nada que yo soy (o que no soy, no vamos a discutir por eso), formo parte de ese despliegue, de esa catarata que emerge sin cesar de la divina cornucopia. En tanto que criatura, no puedo saber lo que va a pasar. Pero, yendo más lejos, en tanto que emergente, que creación en continuo proceso de surtir del Padre-Madre, no sé, no puedo saber cómo voy siendo. Soy, y siempre seré, un renovado misterio para mí. Como Dios, por otra parte, lo es para sí mismo. A fin de cuentas, he sido creada "a su imagen y semejanza". No sé, pues, ni quién soy ni en proceso de qué me estoy constituyendo.
Y esto tiene la implicación práctica, en la vida de todos los días, de no saber nunca qué voy a hacer, cómo voy a reaccionar, en qué me voy a convertir en respuesta a cada momento, a cada suceso, a cada persona con la que me cruzo.
La novedad, la única novedad de lo que siempre ha sido así, es que, por una vez, y sin que sirva de precedente, la perspectiva me produce más alegría que miedo. Alegría no de tener libertad, sino de ser libertad, no de tener creatividad, sino de ser creación.
Vivir con (un poco de) consciencia en la frontera, instalarse en el no saber como el que lo hace en el lejano oeste, o en el límite de la onda del big bang, tiene algo de pionero, de la salvaje danza de lo nuevo, de la vida recién estrenada a cada minuto, de la absoluta y asumida ignorancia, no ya de lo referente a las grandes preguntas (que eso, ni planteárselo), sino de si voy a ser en cada ocasión santa o asesina, heroína o villana, Ofelia o Lady Macbeth, Medea o la Virgen María. O todas, y más. O ninguna. O cualquier intermedio. Significa vivir sin guía, sin moral establecida, sin "lugar para reclinar la cabeza", sin equipaje, sin permanencia, sin... mí. Y, a la vez. aceptar y aceptarme en lo que soy o vaya siendo, abrirme a la vida siempre nueva (de la que formo parte), y dejarme penetrar por ella como por un amante.
Sin saber. Sin expectativas. Sin esperanzas. Sin que me importe. Con gozo. Con dolor. Con amor.